20160330

EL TIO JONAS



Conocí a un muchacho de once años, Isidro, que vivía en la calle Juanelo, bocacalle de la de Embajadores, donde se había criado y en su juventud no salió nunca del barrio, salvo dos veces que le llevaron en tren a la Sierra a casa de una tía de su madre que vivía en Montejo.  De escasa estatura, tan delgado como imaginativo, con ojos verde oscuro, grandes, que pareciera tragarse el mundo, solía estar en la calle hasta que la luz se iba por Cascorro. A esa edad en la que aún se está aprendiendo a vivir, pasaba el día en juego continúo y, para desesperación de su madre, María, viuda de recaudador y hermana del carpintero Jonás, no solía abrir mucho los libros y escribía menos cuentas que un zapatero remendón que, como es sabido solían poner la facturas en un clavo y de ahí solo se movían para el último recuento. Lo que más le atraía era ir a ver a su tío Jonás a su taller de carpintero en el principal de una casa de la calle Rodas de cuyo número no me acuerdo y, en segundo lugar, ir al cine. Por eso, buscaba cualquier excusa para visitar a su tío y se quedaba, a la vuelta, en su calle de Juanelo, viendo los fotogramas en el cine Odeón.
Así las cosas,  de lunes a viernes, con alguna falta, al volver por la tarde del Instituto en la calle de Toledo, con un bocadillo de sardinas o una onza de chocolate, que más parecía una porción de la madre Tierra que el extracto de la semilla de cacao, bajaba por Embajadores hasta llegar a Rodas y acercarse  al taller de su tío, allí, abría conversación en la que él preguntaba y el carpintero respondía, sin dejar de cepillar la madera, hoyar con la barrena o darle vueltas al bote de la cola de pescado. Sin darse cuenta, el chico aprendía y el tío disfrutaba del sobrino haciéndole más corto el trabajo.  Un día, antes de cerrar el taller, a las ocho, Jonás le contó una historia que, según él, era la de un viejo carpintero que habría vivido allí en los tiempos del Rey Carlos III. – Mira Isidro, ¿ves ese cuartillo que hay detrás, donde guardo las maderas, pinturas y barnices? Pues ahí mismo dormía el Isaac el Salamanquino, un judío así llamado, porque era de Salamanca, en un jergón con colchón de paja y unas viejas mantas de Zamora que de puro sucias se les había cambiado las hilaturas en pardo oscuro. En una caja de madera de haya, con una cerradura muy compleja, guardaba sus dineros y las pocas cosas de valor que tenía, que escondía bajo las maderas de la tarima que tenía sueltas cinco, y abrochaba con dos pasadores en los extremos, disimulados por un grueso rodapié.  Cocinaba su comida en la galería que da al corral, esa que ves ahí, por el que entra el sol hasta que decide irse por el Parque del Moro, que es por donde dicen ordenó Felipe V que debía salir a la caída de la tarde. Cuentan que cuando alguien le caía bien, y veía buen trabajo, le dejaba a la caída de la tarde una moneda de oro en esa viga que cae del techo y que aguanta la maestra de techo, justo en ese hueco cuadrado que esta tapado; eso que ves que no es otra cosa que una puertecilla que encaja en el hueco. Como ves, está remachada con las cabezas de cuatro clavos de puerta y que en realidad no la sujetan, pues están cortados por dentro, sino que dan esa apariencia: mira, ¿ves? -Cogió la madera cuadrada y la extrajo del hueco dejándolo a la vista. – Cuando compré esta carpintería al anterior carpintero, el maestro Fidel, extrañado por esto que parecía una pieza de refuerzo de la viga, abrí la pequeña hornacina sin encontrar nada. Sin embargo, dos semanas más tarde, cuando leí en un libro muy viejo, que compré en la travesía de San Ginés la leyenda del carpintero judío que dejaba una moneda de oro en su local de carpintería del bajo Madrid sin precisar el sitio, al que lo ocupara y ofreciera todo lo que su capacidad y bondad diera. Volví a abrirla y me encontré esta moneda. -Se fue Jonás hasta el cajón que tenía en un estante y le enseñó una moneda de medio escudo de oro de Felipe V.
 -Como ves, hasta en los lugares más humildes puede ocurrir prodigios. Pero no pienses que esto se repite, no. He mirado muchas veces después y ya no hay nada.
Isidro siguió con sus costumbres y cuando acabó el bachiller, viendo su madre que no había manera ni dineros para que continuara estudios, consultando con su hermano, acordaron que el chico había de aprender el oficio de carpintero y así quedarse con la carpintería cuando faltase su tío Jonás. Eso hicieron y después de aquel verano en el que estuvo de nuevo en Montejo disfrutando de vacaciones, se incorporó al trabajo como aprendiz en la carpintería de Jonás. Al principio le aburría tener que tensar las cuerdas de la sierra, darle a la azuela para desbastar, y ordenar las cajas de clavos, tornillos y remaches para pasar las horas con la gubia y el formón trabajando listones que no iban a servir para nada, sino que se los daba su tío para soltar la mano. No tardó en coger la afición al trabajo cuando terminó un taburete por entero y salió bien. Pasaron semanas, meses y algún año para que Isidro cogiera oficio y se repartiera el trabajo con Jonás que disfrutaba viendo progresar al sobrino, que acostumbraba al cerrar a las ocho de la tarde, antes de echar la llave, y sin que le viera el tío, por darle vergüenza, abrir la hornacina por si le ponía el judío una moneda como la de su tío. Nunca veía nada.
Pasaron los años, su tío murió; y no dejaba Isidro de mirar al salir sin resultado alguno. Hasta que le propusieron un empleo en una fábrica de muebles como maestro ebanista. Cerró y vendió la vieja carpintería de la calle de Rodas. Un día, pasados dos años, echaba en falta la tranquilidad y trabajo bien hecho en la vieja carpintería, y habiendo ahorrado suficiente dinero, se puso en contacto con el dueño y le propuso volver a comprarla. Antes de cerrar el trato, le dio la llave el dueño y se fue a verla.

Abrió la vieja puerta de madera maciza y vio el interior todo lleno de polvo y tierra. Aún tenía la mesa de trabajo en el mismo sitio donde él la dejó, cubierta de suciedad, algo de escombros y palomina, prueba de que por el cristal roto de la ventana habrían entrado las palomas. Cogió una vieja escoba y estuvo barriendo todo y limpiando lo que pudo. Antes de salir, miró en la hornacina y no había nada. Sonrió. Al día siguiente, volviendo del notario donde firmó y cerró la compra, llegó a la carpintería con utensilios de limpieza y la dejó preparada para llevar herramientas y material para empezar a la semana siguiente. Al ir a cerrar de nuevo, volvió a mirar en la pequeña hornacina y, esta vez sí. Había una moneda de Felipe V de medio escudo de oro. Al parecer, para el judío, había Isidro dado toda su capacidad y bondad en ese momento. Pero cuando su madre murió años después, le confesó que la moneda que le enseñó su tío la puso él. Isidro, desde entonces se pregunta: ¿quién me puso la mía si mi madre no tenía llave?

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