20160330

NEFTALÍ


En un pueblo de la meseta, Medina, donde los fríos de invierno templan a la gente y el calor del estío hacen aplanar el ánimo. Uno de esos lugares de Castilla con un cielo enorme que parece haber caído encima de toda la tierra en los confines del horizonte, engrandeciendo la vista humana, simulando parecer no tener fin nunca; en ese lugar, nació y vivió Neftalí. Hijo de María Isabel, que murió a resultas del parto, y del maestro de obras, José Schuman López, que aprendió el oficio como su padre. Schuman apellido que trajo su bisabuelo, un francés que llegó hasta el pueblo huyendo de los disturbios de religión, por su condición de judío, compró una vieja casa y se instaló con la familia. Sí, José, el hombre callado, poco dado a expresar sus sentimientos, culto, austero y honrado que todos respetaban, nunca fue religioso, que en aquellos tiempos solía ser una carga para las relaciones sociales, y eso, tenía su mérito. Su hijo Neftalí, al que educó el padre en el estudio, la lectura, la austeridad, honestidad y el trabajo, sin que su padre se opusiera, siendo muy joven, empezó como carpintero haciendo trabajos para la empresa de su padre. Tanta dedicación al trabajo tenía que, disfrutando de él, olvidaba el tiempo y no veía cuando debía terminar la jornada, superando en cada trabajo el oficio, día a día. Llegó en día que, viéndose en la necesidad de más y en la obligación de aprender el oficio de ebanista, con esa intención, fue unos meses a Madrid al taller de uno de los mejores del oficio. Volvió luego al pueblo y en poco tiempo cobró fama y crédito por la finura y arte de su trabajo, no solo allí, sino en su comarca y finalmente, también en la capital.  El padre además de su buen hacer como maestro de obras se benefició  del oficio de su hijo; ampliaron el negocio y cuando llegó José la edad del retiro, quiso pasar la empresa a Neftalí, pero él sin dudar un momento dijo: - Padre, agradezco mucho su decisión, pero no he nacido para llevar obras ni para administrar bien una empresa; no quiero arruinar lo que con tanto trabajo ha levantado usted. Véndala y disfrute de la vida, que bien se lo ha ganado. - Entendiendo las razones de Neftalí, así lo hizo. Cinco meses después, murió José y, lejos de lo que se podía suponer, dejó en herencia a su hijo Neftalí la casa familiar, una pequeña huerta en la ribera del rio Sequillo con muy buenos frutales y nogales, y dos mil pesetas en su cartilla de la Caja de Ahorros. Los familiares se extrañaron de que no dejara más, puesto que había llevado el abuelo José vida muy sencilla sin gastar mucho, antes bien, vivía como si solo dispusiera de su pequeña pensión, suponiendo que el dinero por la venta de la empresa, algo más de sesenta millones, lo tendría guardado. Pero parecía que no fue así.   Puso a su nombre la casa Neftalí y sabiendo de la humanidad de su padre, que siempre atendía al que no tenía, dijo a todos los familiares, tíos maternos y primos, que su padre había hecho lo correcto, disponer de lo suyo.
 La casa permanecía desde entonces entera después de haber pasado por ella muchos años duros para la gente de su familia. Sus muros sólidos, de aparejo toledano con un par de verdugadas de ladrillo que marcan las líneas de su horizontalidad, muestran desde el principio de la calle su extraordinario porte y el arraigo de la familia Schuman. Las ventanas, pequeñas, se hicieron precisamente para aguantar el duro frío invernal y el agobiante calor del verano de la meseta. Siempre fue la casa el elemento de unión familiar que dio seguridad a los miembros que vivieron y aún viven en ella.

Neftalí no fue en su infancia un niño demasiado fuerte y tuvo una infancia con periodos de debilidad debido unas fiebres que tuvo a los cinco años y a sucesivas infecciones del aparato respiratorio provocadas por exceso de las vegetaciones nasales. Precisamente por esos periodos de convalecencia en cama fue aprendiendo a utilizar la cabeza en reflexiones que aumentaron su natural habilidad e inteligencia. Sus ocurrencias e invenciones que para un niño no son frecuentes ni justificadas, sorprendían por su extraordinaria resolución para su edad. Cuando un niño está en soledad muchas horas al día termina dialogando consigo mismo e imaginando mundos paralelos, le hacen pasar el tiempo en constante aventura. La lectura, remedio que suelen aplicarse los imaginativos para salir de la realidad esquiva, también le atrapó desde edad muy temprana. Así las cosas, no fue extraño que el chico se dedicara en la infancia al análisis de la gente que le rodeaba y que aprendiera escuchando y escarmentando cuando veía las respuestas que le daban.  A los ocho años, hizo a su padre para su cumpleaños una caja de madera con relieve, trabajada con sus manos, de cintas entrelazadas al estilo modernista que vio en una publicación, desbastando la tapa, con una pequeña gubia y un formón que le regalaron en un taller de carpintería del pueblo a la que solía ir para ver a los carpinteros trabajar, eso fue el despertar de su vocación. Echaba siempre de menos palabras de aliento y afecto de su padre, pero él, poco dado a estas expresiones, siempre se quedaba corto. Pensó Neftalí siempre que su padre no le quería mucho y de alguna manera echaba algún tipo de culpabilidad sobre él debido a la muerte de su madre, a la que José quería con locura. Cuando murió el padre de Neftalí, lloró por su muerte y también porque ya no habría oportunidad de que dijera que le quería. Un año después, un sábado de abril amanecido lleno de luz y primavera esplendorosa, decidió Neftalí revisar las cosas de su padre. Cogió las llaves de la habitación que usaba para despachar sus asuntos de la empresa y entró decidido a ordenar y limpiar todo lo que allí se encontraba. Corrió las espesas cortinas, abrió la ventana para que entrara la brisa matinal y empezó su tarea. Cuando había apilado todos los libros y legajos de facturas y libramientos en el suelo limpiando las estanterías del polvo acumulado, se sentó junto a la mesa de trabajo y se dispuso a ver los cajones. En el cajón central encontró con sorpresa todas las cartas que le había mandado él cuando estuvo ausente. Sus felicitaciones de cumpleaños en un paquete atado con cinta. En una antigua caja de laxante de hojalata los dientes de leche suyos junto con un billete de cinco pesetas que Neftalí le regaló a su padre cuando tenía cinco años. En otra caja, que había sido de puros, todas las notas de su bachiller y su libro de escolaridad. Finalmente, cuando abrió la puerta baja de la izquierda, bajo el cajón, allí encontró la caja que le hizo para su cumpleaños a los ocho años, en talla de madera con el relieve de cintas, que pensó él que había desaparecido o roto. Dentro había una nota que especificaba: Hecho por las manos de mi muy querido hijo Neftalí con apenas ocho años: el mejor tesoro que puede tener un padre. Para Neftalí, aquello era mucho mejor que los sesenta y cuatro millones de pesetas que figuraban en la cartilla de un Banco de Valladolid, de la que no conocía su existencia, y que encontró en el otro cajón, producto de la venta de la empresa. Eso dijo después. Si de verdad era así o no, ¡vaya usted a saber!

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