20130615

SOUS DALLE


Ha llegado una carta certificada para el jefe, dijo la chica de la entrada a Manolo,  secretario de Alberto Baufontaine, el abogado del bufete de la planta 21. Se volvió hacia el mostrador y cogió la carta que le ofrecía. – ¿Cómo te llamabas? –Gema. Contestó. – Gracias Gema. La sonrió mostrando algo más que agradecimiento. Estudió el sobre mientras subía en el ascensor y cuando llegó al despacho ya sabía la mínima información para su jefe. Alberto, tienes una carta –dijo nada mas entrar- me parece que es de un notario de Ciudad Real. ¿No es allí donde vivía tu abuelo?- Claro- contestó- te he contado un montón de veces, cómo estuve viviendo con él casi diez años. Justo el tiempo que estuvieron mis padres en Australia, cuando destinaron a mi padre a la Embajada en Canberra. Los muy cabritos pensaron que debía hacer primaria y bachiller en España y me dejaron con mi abuelo. A ver, dámela.- Abrió el sobre y después de leerla se quedó mirando al infinito, pálido, con la carta suspendida de la mano y sin decir palabra. –Qué pasa, le dijo Manolo. –Mi abuelo Achille, se murió hace quince días y nadie me lo ha dicho. Un notario me comunica que me ha dejado su casa y una caja con cosas personales. Debo ir allí enseguida.
Por la tarde cogió el tren y, en una hora y cuarto, estaba en la notaría hablando con el notario. Era también el albacea nombrado por Achille, por lo que le dio la llave de la casa, un sobre con una carta y  un pequeño cuadro con un escudo heráldico en el que se veía tres hojas de mirto y una pluma de ave blanca, abajo se leía en francés: Sous dalle, sauvé de l'obscurité. Recordó que esas palabras las repetía su abuelo muchas veces y le contó que su padre, el bisabuelo de Alberto, Alexandre, le había contado a su vez que, tras ellas, estaba el mejor tesoro para un Baufontaine. El abuelo Achille se pasó la vida intentando descifrar en que podía consistir el mensaje del lema familiar y nunca lo consiguió. Al llegar a la casa, los recuerdos de la infancia se le agolparon. Se fue derecho al despacho de su abuelo, donde al parecer estaba la caja con los objetos personales, según lo dicho por el notario. En la caja, además de las gafas de su abuelo, un pequeño paquete envuelto con papel amarillo por el tiempo, que contenía todas las cartas que Alberto le había mandado en los últimos años, las plumas estilográficas y el reloj de bolsillo, había varios cuadernos en los que había estado haciendo sus anotaciones en su investigación del significado del lema. El abuelo Achille había levantado todas las baldosas de la casa y no encontró nada. Pensó el hombre que la palabra “dalle” se refería a “baldosa”. Incluso, según constaba allí, había levantado las del panteón familiar en el cementerio, pero sin ningún resultado. Cansado, se sentó Alberto en el diván del salón y pensando en todo; al poco rato se tumbó de lado y se empezó a dormir. Pasaron por su memoria todos los momentos mejores de su infancia, entre los que recordaba las noches de agosto, en el patio grande, tumbados en las hamacas, viendo las estrellas. Todas las constelaciones se las sabía de memoria por que se las había enseñado él. Recordó con claridad las comidas en el patio en primavera y verano bajo el toldo, así como lo pesado que se ponía él preguntando al  abuelo Achille qué había bajo la losa del rincón, la que tenía una argolla de hierro en el centro. Decía el abuelo que era una de las cuevas como las que hay en la Mancha en todos los pueblos y ciudades. Su padre, el bisabuelo, le había dicho que estaba inundada de las aguas subterráneas y contaminadas por las tuberías de aguas sucias. De  manera súbita pensó: ¡bajo la losa! “Salle”  ¡no se refiere en este caso a baldosa, sino a losa! Saltó del diván y cogió el móvil. Llamó enseguida a un albañil y por la mañana allí estaba con un ayudante despegando la losa y, con una palanca, levantando la enorme losa de piedra. Una vez abierta, un olor de pesada humedad subió desde las profundidades de la cueva. No había agua hasta arriba como le contaron al abuelo. Bajaron por la escalera, iluminándose con unas linternas y a diez metros del pie de la escalera se abría una enorme sala con estantes de obra llenos de telarañas. Se podía ver de todas maneras lo que había en los estantes, todos llenos de unas tinajas de barro tapadas con sus tapas de barro, selladas con cera y lacre. Habría unas doscientas tinajas de un metro y medio de altas. Por un momento se acordó del cuento de Aladino, pero aquello era muy real. Pensando en la seguridad, les dijo a los albañiles que ya había encontrado la bodeguilla de vino viejo de sus antepasados,  subió con ellos al patio, les pagó y se despidió de ellos. Llamó a  Manolo, su secretario, para que viniera cuanto antes para ayudarle.  Cuando estuvo solo bajo a la cueva, abrió la primera tinaja. Dentro había libros, treinta y un libros. Eran de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. Todos ellos estaban el en Index Librorum Prohibitorum, también llamado Index expurgatorius. La tinaja contenía Las Lettres persannes de Montesquieu, la Opera pósthuma de Spinoza, publicada en 1667, las Pensees de Pascal, los Ensayos de Michel de Montaigne, las Meditaciones metafísicas de Descartes y otros muchos, todos en aceptable buen estado, al haber estado en las tinajas cerradas herméticamente y protegidos por el barro con  su vidriado del interior y la cera de la tapa, también de barro vidriado por su parte interna.

Cuando llegó el secretario, hicieron recopilación de todos y resultó una biblioteca de 6.076 libros, todos ellos auténticas joyas y algunos de ediciones perdidas. Se hacia cierta la frase del lema en francés de la familia, cuya traducción era: Bajo la losa, salvados de la oscuridad. Tenía razón Achille, era el mejor tesoro para un Baufontaine.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 15/6/2013).

El celular

De una voz de Miguela despertó Álvaro de madrugada. Apenas entraba la luz por el cristal del transparente superior de la puerta. Se oían los pasos por el pasillo del ir y venir de Roberta, y su bajada por la escalera más que ruidosa. Nunca se cuidó la chica de guardar sigilo sabiendo que aun había en la casa gente si levantar. Bajó a coger el carbón de la carbonera, bajo la escalera, y, como no se guardaba, se oyeron por toda la casa las paladas del cogedor de hojalata con el que iba recogiéndolo en una espuerta de esparto. Se levantó Álvaro y abrigado con la batilla de franela se asomó al patio desde la ventana del corredor. Aun se veían las estrellas y pudo reconocer algunas de la constelación de Orión que ya quedaba casi por entero oculta por el tejado de la casa. Vió a Miguela que daba aire con el soplillo al brasero en el patio, haciendo extender las pocas brasas nacidas de la quema de unos hojas de periódico, levantando pavesas, iluminando el rincón del patio que aun no le llegaba la amanecida. La humedad del invierno aún no se había ido de los muros de la casa, que guardaban el frío. Cuando cantaba el gallo capón en el corral, oyó pasar un carro por la calle, y como empezaba a destemplarse se fué directo a la cocina, que siempre era el primer lugar en calentarse de la casa. Al entrar empezó a oír la radio que colgaba de la repisa con el tono muy bajo y apenas se oía fuera de la cocina. Billie Holiday cantaba The very Thoght of You. Siguió la melodía moviendo la cabeza de un lado a otro, mientras pensaba en cómo habría de ser el día que les esperaba y, sonrió.  En la pared, el taco del calendario marcaba el día: 30 de mayo de 1956.

El coche del su tío llegó puntual y, también puntual, fue la bajada de la cesta de mimbre con la comida y los platos dentro. La metieron en el maletero y  subieron todos al coche, perfumado como siempre con el acostumbrado olor a gasolina. En diez minutos estaban en la huerta donde ya esperaban todos los de la familia de su tía Amalia. El coche volvió a por más gente de la familia a la ciudad.


 Mayo había llegado allí con fuerza, en los campos de cereal se veía enrojecido  por las amapolas que se movían con la brisa y  en el borde del camino las flores silvestres estaban en sazón. Sin embargo hacia bastante fresco, lo que no parecía indisponer para la comida campestre. En pocos minutos, bajo la melia grande, se fueron disponiendo en batería las hamacas para los mayores, mientras los chicos hacían una completa inspección de la finca buscando maquinar aventuras sobre la marcha. Se fueron sentando en las hamacas según iban llegando, unos con el periódico, que en sus titulares decían de las inundaciones de Calatayud y de la visita del Vicepresidente de Brasil, Joao Goulart, recibido por  el ministro de Exteriores Martín Artajo;  otros con libros, todos con el firme propósito de descansar y dejar  en la ciudad sus preocupaciones. A las doce y media estaban todos al completo, justo cuando por la linde del norte vieron a Porfirio. Inmediatamente todo se aplazó con el primer comentario de la tía Irene, siempre atenta a la marcha de los vecinos. – Por allí va Porfirio, el “iluminado”. – ¿Porque le llamas así? - preguntó el tío Miguel. – Bueno, es que siempre termina hablando de los avances del futuro y disparata lo suyo. Yo ya le he oído más de una vez, y la verdad es que todo lo que dice, pese a que lo fundamente con conocimiento, no deja de ser un disparate, una locura.- Contestó El tío Alberto, dueño de la huerta. –Dejaros de misterio y contad, que queremos saber por que se le tiene puesto ese mote. –Convinieron los demás. Y tomando la palabra Alberto, resumió el asunto. –Dice que dentro de algunos años, todos tendremos en el bolsillo un teléfono,  y que con él podremos enterarnos de cualquier cosa que nos interese, vamos como si tuviéramos la Biblioteca Nacional a tiro. Además de poder poner mensajes que no nos costará una peseta y mandar cartas instantáneas. Según él los teléfonos dispondrán de muchos canales de frecuencia, de las ondas hertzianas, como las de la radio, con lo que se podrá conversar muchos con muchos, de forma como si fueran las celdas de las abejas, ya no funcionarán las emisiones de radio con lámparas sino con unas pequeñas celdillas con circuitos muy complejos, lo que facilitará su menor tamaño y la comunicación se verá incrementada geométricamente a través de las líneas de teléfono, poniendo en contacto a todo el mundo, sean servicios públicos o particulares. – ¡Dios Santo! Dijo Gregorio, el marido de la tía Irene. - ¡Que locura! Ese hombre… ¿cómo es que anda suelto?  ¡Ni que fuera el profeta Elías! ¡Todo eso no tiene ni pies ni cabeza! ¡Vamos, vamos!, todo esto es un disparate. Todos los demás rieron y  asintieron. –Bueno.- dijo Alberto. La ciencia esta progresando mucho, en Madrid ya están haciendo pruebas para la televisión, que dentro de unos años estará en cada uno de nuestros domicilios, quien sabe, a lo mejor no es ninguna quimera… Una sonrisa de incredulidad se dibujaba en todos los demás y con ella zanjaron el incidente, mientras Álvaro, que estaba escuchando detrás del tronco de la melia, pensó en cómo podría ser todo aquello. Recordaba lo que le había dicho su maestro: el principio de la ciencia es preguntarse cosas y buscar las respuestas. En ello estaba.

20130603

El Tapado


Daban las cinco y media en su reloj; cuando terminó de darle cuerda, acabó el desayuno que le había preparado Antonina. Muy fuerte para su estómago, castigado por los últimos trastornos ocasionados por su extrema preocupación por la situación social y familiar. Los huevos habían pasado bien pero el prosciutto se hizo resistir y allí se quedó en el plato de la vajilla de Capodimonte, haciéndose lugar entre sus flores estampadas. Entró el mozo y le dio el aviso que el coche ya estaba dispuesto. Poco después se deslizaba ladera abajo hacia los campos de cereal dorados por el sol y ahora sonrosados por las luces del alba. El coche se ceñía bien a las curvas pero tenia la suspensión mas dura que antes. Le habían puesto las ballestas nuevas y aun no tenían la suficiente flexibilidad.  Un halcón peregrino se hizo notar con su chillido y la sierra se encargó de repetirlo unas cuantas veces. Miró a la escopeta y la volvió a repasar. Los pistones corrían bien y estaba limpia. Una buena escopeta de dos pistones, inglesa, regalo del primo Cármine, en su parada en puerto, donde la compró.
Meditaba sobre las últimas noticias que llegaron de Caserta. Y la tensión que había en el pueblo con una creciente opinión favorable a la revuelta republicana de Garibaldi. Notaba que la gente le contestaba mal y ya habían roto los cristales de su casa tres veces. Pese a haber sido respetado hasta entonces, la airada y despótica respuesta de algunos terratenientes y miembros de la nobleza, nerviosos, cuando se enteraron que había entre ellos un “tapado”, habían levantado una contestación de los jornaleros y comerciantes que no auguraba nada bueno para él y su familia, al que encuadraban con todos los señores de la comarca.  Pero él no podía significarse, tendría que callar, pasara lo que pasara.
 De improviso oyó al cochero decirle: ¡don Calogero, vienen dos por la vereda y armados! El le contestó con tranquilidad:
 -Tu, a lo tuyo muchacho, ya me encargo yo de esto.
Asomó la cabeza por la ventanilla y los que venían llevaban las armas al hombro y se dirigían hacia el coche. En unos minutos se plantaron delante de los caballos y obligaron a parar. Uno de ellos cogió a las bestias por el bocado, sujetándolas con fuerza. Entonces don Calogero, asomó la cabeza y les dijo con tranquilidad: Id con paz muchachos, dejad paso que llevo prisa. Tengo asuntos urgentes en Caserta. ¿Qué es lo que queréis? Entonces, el que sujetaba los caballos los soltó, haciendo una señal a otro para que los sujetara y quitándose la gorra se acercó al coche.
-Don Calogero –dijo- me han dado instrucciones de que no salga nadie de la comarca, no puedo dejarle pasar. Vuélvase y quédese tranquilo en su casa.
- ¿Instrucciones? ¿Qué instrucciones? ¿Y de quien? ¿Para qué?, ¿Con qué fin? –dijo el caballero elevando la voz y haciendo notar que su enfado iba subiendo.
- No me han autorizado a dar explicaciones, don Calogero, pero seguro que se las darán, cuando sepan que esta su señoría en el pueblo.
- Mira muchacho, ¿como te llamas? – Ambrosio, señoría. – Pues mira Ambrosio, yo tengo que pasar, no puedo perder un asunto urgente en Caserta, y pueden ocurrir dos cosas: una,  que me dejes pasar y nadie sabrá que has incumplido tus obligaciones, o, segunda, que pase y tenga que daros dos golpes de pistón a los dos, con lo que seréis vosotros los que lamentareis el encuentro.
Diciendo esto, Ambrosio echó manos de su escopeta y, antes de que terminara de ponerla en posición de apuntar, ya tenía el cañón de la escopeta del caballero delante de sus narices. En un abrir y cerrar de ojos el cochero había atado a los dos y los llevaba hasta una encina cercana donde los ató fuertemente, de manera que los vieran los del pueblo cuando pasaran.
- Más vale que os inventéis una buena historia –les dijo- y que sea de bandidos, porque, si no es así, os van a coser a palos los cretinos que os han puesto en este aprieto. Y, ah, debéis saber, que en Caserta me encargaré de que os expliquen que no todos los señoriítos somos  monárquicos. Y, por eso mismo, es por los que estáis vivos. La revuelta tiene muchos detrás, y acabaremos venciendo. ¡Ale chico, dale a los caballos y arreando, que llevamos retraso!

En las calles de Annunciata se comentó al día siguiente el incidente de los dos hijos de Baldassare con unos bandidos. La semana siguiente marcharon los dos a Caserta a prestar servicio en las milicias de Garibaldi. Allí se encontraron con don Calogero, como comandante encargado de la intendencia del ejercito y responsable de que las fuerzas no tuvieran contratiempo alguno. Ambrosio y su hermano se pusieron lívidos al verle, hasta que les dijo: Qué, muchachos, ¿se os pasó ya el susto de los bandidos? 

Pues nada, cuidaros, que ya se sabe que por los caminos anda mucha mala gente…

20130527

Un embarque prometedor



En el cruce con las cuencas de los pequeños ríos que confluyen al final de valle, sobre la loma roma en la que hubo un prado fértil se encuentra Portabierta, cuyo nombre se debe a que los caminos que llegaban y llegan desde las sierras terminaban juntos al final del valle, allí mismo, abriendo al caminante las rutas del interior a su derecha y del mar a su izquierda. Tierras de huida en las guerras del medioevo, de costumbres añejas, y empeñada por religión vieja. Rica gente en artesanos de toda industria, incluyendo alarifes que dejaron su impronta en caserones tan sólidos como confortables y en recios puentes que aguantan los tiempos con la misma cara de primitiva belleza y reciedumbre.
Una mañana de enero, cuando las nubes de las cumbres bajaron hasta los prados, bajo los castaños de la Fuente del Caño aún se oían cerca los gruñidos de los jabalíes que terminaban de hozar entre las ribera del arroyuelo. Los petirrojos se movían y chasqueaban las leñas de un fuego recién alumbrado por el chico del guarnicionero. Andaba por allí cogiendo hierbas para vender en el mercado y no se tomó prisa alguna para terminar su tarea. Rumiaba las palabras del último capítulo que había leído del libro de Salgari que le regaló el albéitar cuando vino a curar al buey viejo:
 La joven era alta, de tez nacarada y sus cabellos, de oro trigo, estaban recogidos en una larga trenza. Unos ojos grises iluminaban su lindo rostro.
Al ver la carnicería de la cubierta, la joven tuvo un gesto de espanto. Habló al corsario con altivez:— ¿Qué ha pasado, caballero?—Un combate, señora. Un combate en el que ustedes perdieron. — ¿Quién es usted? El corsario apartó su espada tinta en sangre y se quitó el sombrero.—Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia. Pero se me conoce con otro nombre —añadió. — ¿Cuál?El Corsario Negro.
Miró hasta el fondo de la umbría y sus pensamientos estaban ya fuera de allí. Levantó luego los ojos e imaginó que en vez de pisar el suelo de un espeso mantillo húmedo, estaba sobre el entarimado del bajel donde se disponía la acción.
Pero un ladrido no muy lejano le sustrajo de su abstracción y le devolvió a la realidad. Las ganas de escapar y salir al mundo le hicieron recordar cual era la vía más probable.
Le contó el barbero que al final del camino del francés, desviándose a la izquierda por la primera calzada que se aparta, llegándose a la frontera, después de unas veinte leguas, se puede ver el mar desde la última sierra que, bajándola, hace fácil el embarcar para las Américas; allá, en el puertecico donde llegan los bajeles para tomar aire y repuestos para mayor viaje. Los barcos, desde allí, toman vientos que vienen fríos del norte y se abren unas jornadas después poco a poco, al suroeste, así que después de la travesía,  en la que debe estar firme el timón  y horzar con tino, corrigiendo la deriva y dar la cara al oeste en algunas semanas más, virando el timón luego al norte, se llega hasta la tierra firme de un nuevo mundo que aparece dulcemente, como una amanecida tranquila.
Salió del soto de la fuente y fue bajando hasta el pueblo por la trocha que se abre entre los zarzales. En el cielo, encima de la encajonada salida del valle que daba razón al nombre de la población, ciclópeas formaciones de nubes que llaman cumulonimbus de espesa negrura amenazaban con una tempestad. Llego a su casa y cogiendo el llavín que guardaba en el bolsillo bajo del calzón, abrió el portalón que seguía rechinando al abrir y cerrar. En el rellano de la entarimada escalera se oyó el primer y lejano trueno acompañado de la brisa que empezaba a levantar. Hizo su escaso equipaje que guardó en la bolsa vieja de fuelle. No olvidó la carta que guardaba que le entregó su padre antes de irse, el retrato de su madre, y la partida de nacimiento arrugada que tenía desde que le hizo falta para ingresar en el bachiller, eran los tiempos en que había que demostrar que se estaba vivo para poder hacerlo. Una muda y otro par de zapatos cerraban el contenido de la bolsa. Dejó una carta en la mesa del comedor y subiendo el pulso con la cadencia del reloj de pared miró en derredor, como si quisiera guardar en la memoria cuantos objetos había en la casa, y con un suspiro clandestino salió de la casa cogiendo el camino del valle. Al frente le esperaba la tempestad que se cerraba aún más y anochecían la tarde antes de su hora.
Cuando llegó a Petiport todas sus gentes estaban recogidas dentro de las pocas casas que tiene. Humeaban las chimeneas y hasta los perros se habían recogido por la tormenta. El poncho de hule viejo que llevaba chorreaba por la intensa lluvia pero aun impedía que se mojara el cuerpo. Dio tres vueltas y al fin oyó que en una casa un grupo de personas estaban dando risotadas. Se asomó a la ventana y pese a lo sucio que estaba el cristal pudo comprobar que allí debía haber una cantina. Pasó dentro y todos se le quedaron mirando con curiosidad. Pregunto si daban alojamiento y el hombre que llevaba aquello de dijo que por dos monedas de a cinco le daba cama y cena. Aceptó la propuesta  y se sentó en la mesa cercana a unos hombres que parecían marineros. Al momento el cantinero le sirvió sin pedirlo una jarra de vino caliente con un trozo de longaniza. Aprovechó la ocasión para preguntar si sabia de algún barco que fuera para las Americas y, al parecer, los que tenía al lado eran parte de la tripulación de un barco que partía al día siguiente rumbo a Santiago de Cuba. Sin presentarse siquiera les preguntó:
-¿Puedo irme con ustedes en su barco?
El más viejo le dijo:
- Acho que se vendríale ben, capitão quer um menino, aquele que tinha, foi em Portocovo com febre. Amanhã, às cinco horas vê o barco e perguntou.
Al día siguiente, sin mucho dormir y mucho cavilar, llegó hasta el puerto a las cinco, amaneciendo y desde el barco un hombre con barba crecida y canosa le dijo nada mas verle:
-Si eres tu el que quieres venir de grumete, agora mesmo puedes subir rápido, mucho hay que facer.
Soltaron de sus amarras las enormes velas de fuerte lienzo engrasado, ayudando él a soltar la vela de popa llamada cangreja para ir cogiendo oficio con los marineros. Mientras esto hacia, sintió que las ganas de vivir le volvían crecidas. Pensó en lo que dejaba y en todo lo que le esperaba en un nuevo mundo.
Con los primeros crujidos de las cuadernas el barco se fue alejando por la costa como se aleja el día antes de poder vivirlo. Volvió a lloviznar, su cara estaba mojada y roja por la brisa fría del día que alumbraba. Apenas se podía distinguir ya si lloraba o no. 

(Publicado en el periódico " La Tribuna de Ciudad Real el 25 de mayo de 2013)

UNA CHICA INTERESANTE



Alzó los brazos, como las alas de la Victoria de Samotracia y con sus ágiles manos se cogió la larga melena y le dio varias vueltas, doblándola sobre si y con dos giros de goma, la recogió en un moño, en el que algunos mechones quedaron graciosamente sueltos. Entonces se dio la vuelta, y apartando sus gafas de sol se iluminaron dos hermosos ojos verdes, con los que miró en derredor escudriñando el contorno. Parecía no verme, pero con su mirada al frente, comprendí que me estaba estudiando con el límite de su visión. Hice la prueba del nueve: con las manos simulé unos prismáticos e insistí en mirarla. Sonrió sin poder contenerse y volviendo la cara me miró complaciente. Con la boca, deletreé con gesto mudo:  ¡hola!.. y ella, sonriendo, contestó con la misma forma: ¡hola!.. Nos presentamos,  se llamaba Clara y, con unas cervezas de por medio, contamos nuestras cosas.
Le dije que hacía mucho que no volvía por la ciudad. Por necesidades de trabajo y otras menos eludibles, fui a vivir a Roma donde estuve en un pequeño apartamento en la vía Borgognona tres años, documentándome sobre Cavour y escribiendo todos los días, hasta acabar dos novelas y una docena de relatos, además de algunas colaboraciones en prensa. Sin embargo llegó un momento en que necesité documentarme y fui a Viena. Encontré un apartamento no muy lejos de la catedral de San Esteban que compartí con Lukas, un reportero que andaba siempre de viaje por los conflictos de Oriente Medio. Allí seguía escribiendo hasta que llegaba la hora de comer o cenar, y después, grandes paseos tomando notas para luego escribir.
Aunque me hacía feliz ir a los conciertos de la Filarmónica y a un pequeño bar de la Franziskanerplatz, el Kleines Café, donde paseaba por el mundo sin moverme de la mesa, junto a una jarra de cerveza o un café, no vi suficiente motivo para quedarme junto a mi pareja, Monika, que compartió conmigo muchas cosas, tristes y alegres pero nunca se mostró propicia a que llegáramos a hacer la vida juntos. Algo en su vida la tenía en reserva y eso siempre termina distanciando a cualquier relación. Luego, cuando  me vine, me enteré que no trabajaba en una agencia de viajes, sino en la BVT, Oficina Federal de Protección de la Constitución y de Lucha contra el Terrorismo. Con un beso me despedí de ella y de sus secretos. Ahora, dudo si se interesó por mí, o por seguir de cerca de mi compañero reportero, por sus viajes en el exterior.
Clara me estuvo contando que venía de llevar una documentación a Copenhague, para lo que su jefe, un capitoste vasco que era dueño de varias revistas técnicas, le alquiló un coche sueco que iba como un reloj. Todo le iba bien hasta que en Francia, en la rue Guillaumin de Limoges, cerca del Pont Neuf, tuvo un mal encuentro con unos desconocidos que bajo la excusa de preguntar por el centro, le asaltaron y se llevaron el bolso con las llaves y la documentación personal. Los documentos de la empresa que llevaba los había dejado en el hotel, en la caja fuerte de la habitación. En el consulado le dieron una documentación provisional pero el funcionario que la atendió le hizo un interrogatorio, como si fuera ella culpable de un supuesto de espionaje industrial y, los que se llevaron sus cosas, unos turistas. Llamó a la central de su empresa en Madrid y le comentaron que desde Copenhague debía llegar hasta Dusseldorf en Renania –Westfalia y entregar lo que le dieran en Copenhague. El alquiler del coche ya lo habían ampliado y debía entregarlo allí. Por el viaje, se enteró de la muerte de su tía Julia, de Las Rozas. Recordó que le había dicho que todo su patrimonio se lo iba a dejar a ella. No le hizo mucho caso, porque lo mas que conocía de ese patrimonio era un pequeño chalet con un corralito detrás, donde criaba gallinas Legorn, blancas como la leche, muy ponedoras y otras Rhode Island, de plumaje cobrizo, que se destinaban para carne. Cuando le llamó un abogado que hacia de albacea, le dijo que su tía tenía 54 millones de euros en valores de bolsa, que había ido negociando desde que heredó unas acciones de su abuelo de Bilbao, de los aceros especiales. Así pues, supo que cuando entregara el paquete en Dusseldorf, habría que irse para Madrid.

Cuando le pregunté si no le cansaba tanto viaje y con tanto estrés, me dijo: - No, si todo esto que te he contado me lo acabo de inventar. He leído muchas cosas tuyas,  y lo hice para que veas que también tengo imaginación y tengo materia para escribir, espero que me ayudes a mejorar. Vengo de vacaciones a ver a mis tíos (decía esto mientras se quitaba las lentillas alumbrando dos enormes ojos negros que antes eran verdes). He dejado mis colaboraciones con la revista en la que trabajo y voy a tomarme un año sabático. -¿Y puedes permitírtelo? – Ah, claro, lo de las gallinas y los millones es verdad, y ya los cobré. Por cierto, ¿te vienes a Praga? Pago yo. (¿Quien le dice que no a unos enormes ojos negros? Me dije).
 (Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 18 de mayo de 2013)

20130512

Luz de agosto, en otros tiempos




Con el calor del mes de agosto, quebrantado como acostumbro estar, no sé si de sueño o de delirio sobrevenido, suelo hasta ver, y vivir, con la casa que se solea en la falda del monte y donde la cuadra queda cubierta por puerta vieja, con las nervaduras de la madera bien vistas y enseñando sin pudor las pinturas que fueron, tiempo ha, sus protectoras.
Abro y llega el olor del estiércol entre la paja del suelo que le sirve de cama al rucio. Vuelve la cabeza y se empieza a remover, posiblemente pensando en unos puñados de grano en la paja del pesebre, pero no era para eso por lo que estaba allí. Lo desaté, bajé la manta y la albarda de las vigas bajas, le ceñí la cincha y acomodé los serones sobre sus lomos. Como ese cuento ya se lo sabía, no hice más que esto, y el borrico salió de la cuadra solo y se puso frente a la columna a esperar el cubo de agua. Cuando bebió, subí al asno y chasqueando la lengua salimos por la pequeña puerta falsa. Agachando la cabeza, para no descalabrarme, hice esta, que fue mi última reverencia del día, y apuramos el paso por la linde de la sierra. Allí arriba estaba, cuando me despabilé la primera vez. Las siete, dije. Salté de la cama y en media hora, después de la ducha y la taza del café con leche, corría a la oficina. El frió de un abril invernal se clavaba como un cuchillo.
La luz del exterior quema la mitad de la mesa donde los expedientes esperan. Uno, abierto con sus tripas secas de nerviosas letras yaciendo inertes, alineadas. Por el pasillo pasan funcionarios, discuten con tranquilidad sobre cómo resolver un problema al que ningún directivo quiere dar instrucciones, y sí evasivas; repaso lo escrito en la pantalla: “…certificación necesaria del Registro Civil que…
Miro al ordenador y salto sorprendido: las 14.50. Tengo que irme, se me pasó la hora. En casa, sentado después de comer, cierro los ojos con cansancio.  
Despierto y las ramas de la encina se mueven con un vientecillo de poniente. Vuelvo la cabeza y el rucio sigue atado donde lo dejé, en la salida de la trocha, comiéndose las hierbas de los bordes de la charca, próxima a la fuente, que borbotea más arriba. Una abubilla me mira nerviosa vigilando mis movimientos y a mano tengo la hoz con la que estuve cogiendo el esparto. Más arriba, se oyen las piedras del suelo moverse, como si algo o alguien las hubiera desplazado. Pongo atención y al repetirse varias veces con una cadencia parecida, lo tengo claro: alguien viene. Miro al burro y, al verle tranquilo, comprendo que no debe ser ninguna bestia, sino paisanos del molino de abajo, donde voy alguna vez para la molienda fina, que preciso todos los años por el mes de abril. Las vecinas hacen dulces del Santo, pero yo, que no me arrodillo desde hace más de cuarenta años, solo rosquillos, no para celebrar sino para dar galguerías al cuerpo, que es buena herencia que me dejó mi madre.
Mueven las ramas por la trocha y aparece por ella uno de los chicos de Matacabras, el molinero. Saluda con un gruñido y desaparece trocha abajo con el mismo alboroto que trajo. Desato al pollino, cabreado con una moscarda a la que le sacude con los pelos del rabo, y subo haciéndome hueco entre los haces de esparto que asoman por los serones. Me ajusto la gorra de algodón blanco y pienso tomarme con tranquilidad la vuelta. El paso del asno bajando de la sierra, me balancea mientras parlotea un verdecillo y me va adormilando; cavilo sobre los planes de siembra para el invierno y no descarto las coles de Bruselas. Doy cabezadas sabiendo que el rucio nunca sabe a donde vamos, salvo para volver a la cuadra. No hay que hacerle nada: sabe volver. Abro los ojos, siguen las ramas moviéndose con la brisa, las de la higuera que me cubren en la siesta. Las tres. Y con el saborcillo del ultimo rosquillo del postre. Sobre la mesa del patio, el periódico y la bandeja con la taza del café exhausta. La televisión sigue murmurando. Me trae al fresco lo que dicen.

20130505

UN CHICO INQUIETO





En otro tiempo, allá por los años cincuenta, vivía un muchacho, Nepu, llamado así por abreviar su nombre, Juan Nepumoceno, que vivía en una casa hecha con mortero de tierra y dormía en un viejo camastro, con colchón de borra, caliente en invierno y fresco en verano.  Desde su cama viajó con su imaginación por el mundo, del que sabía, por los libros que cayeron en sus manos, haciendo mil aventuras que acababan fundidas con el sueño. Se levantaba temprano y salía todos los días de su casa, a las ocho, camino del  mercado donde tenían sus padres un puesto de verduras y frutas.  Andaba con la mirada baja, ensimismado en sus pensamientos, tantos y tan dispares que le tenían abstraído todo el día. Un día, mientras subía cuesta arriba por la calle Ciruela, pensó en qué había de hacer para tener dinero y aventuras y liberarse de un trabajo tan duro. Hizo bachiller, pero no terminó de verle utilidad a cuanto le enseñaron. Así, con su titulo y unos pocos cuartos guardados en una lata de tomate de a kilo, recordando la invitación de su tío Paco, se despidió con decisión de los suyos y una madrugada cogió el tren correo de Madrid. Desde allí, buscando aventuras, saltó hasta Irlanda, donde le ofreció un trabajo un cliente del bar de su tío, un profesor de ingles natural de allí, en The Silver Corn,  un bar de la costa, cerca de Kilkenny; lugar de reunión de los hombres del pueblo, a la caía de la tarde, para contar lo que había ocurrido en el día, o lo que podía haber ocurrido y no ocurrió; pues esa era la disposición de aquella gente al soltar la imaginación, como nuestro muchacho. Vivía feliz allí, con su buen carácter y alegría que hacía pensar a los parroquianos que era limpio de mente como un niño. Lo que provocaba ser el objeto de bromas intentando que el mozo fuera madurando en la vida. Trataron de emparejarle con todas las chicas de buen ver de los contornos y él lo mas que hacía era ponerse tan rojo como un tomate.
Un día cuando bajó al sótano a coger una caja de botellas de whisky que habría de reponer, cuando la tenía a mano, en el silencio de la bodega oyó moverse y tintinear unas botellas vacías. Pensó en un ratón y fue a ver por donde trasteaba. De pronto, oyó una voz que le decía: Ná fháil fiu gar! Soltó un respingo y vio asustado como desde el fondo le miraba un hombrecillo barbudo, de no más de una cuarta, que levantaba su mano, amonestando, sacudiendo el dedo índice de su mano izquierda. Con la caja de whisky subió los escalones de madera de dos en dos, llegando arriba pálido, sin respiración y moviendo la caja, con un temblor que no podía parar, hasta hacerla sonar como unas campanillas. Rompieron a reír todos los clientes y preguntaron entre carcajadas si había visto al diablo. Cuando recuperó el aliento dijo lo que vió y oyó. Todos prestaron gran atención y mirándose entre sí con interrogación, permanecieron mudos. Rompió el silencio el mas viejo y dijo con convicción: Es Ahodán, vio al muchacho y se ha dado cuenta que le puede ver, por eso ha dicho lo que ha dicho. Entonces Nepu preguntó ¿y qué ha dicho?, es gaélico y yo apenas se cuatro palabras… A lo que contestaron a coro: ¡Ni se te ocurra acercarte! Nepu insistió: no, si no me voy a acercar, pero que quiere decir eso… ¡Ni se te ocurra acercarte! Contestaron muertos de risa. Viendo que el chico se estaba haciendo un lío, Calleigh, el zapatero, se le acercó y le explicó: esas palabras quieren decir: ni se te ocurra acercarte. Ah, dijo Nepu. Y quedó tranquilo.
Sirvió esto para dar conversación varios meses a la parroquia y Nepu fue tomando confianza con el duende barbudo, que al parecer tenía esa naturaleza. Así, otro día, habiendo bajado con la misma intención, le dijo el duende con cara de un buen amigo: Tá tú chun dul avíale. Ni mor do thuismeteorí ann. Beida muid ag cabhrú; que en gaélico quería decir: Tienes que volver a casa. Tus padres te necesitan allí. Te ayudaremos.
Así pues, sin dudar, se despidió de todos y cogió el camino de vuelta hasta llegar a casa de sus padres, donde los encontró empobrecidos por la desatención de la huerta, por enfermedad de su padre y porque la madre no daba más para atenderla. Pronto se recuperaron hasta empezar a vivir mejor, con su trabajo en la huerta y dando clases de inglés. Recordaba con nostalgia sus aventuras en Irlanda, hasta que un día, subiendo a la cámara de su casa donde guardaban el grano, entre los sacos se encontró con otro hombrecillo, que en perfecto castellano dijo sonriendo: Nepu, me dijo Ahodán que te ayudara. Ya te iré diciendo. Y así fue. Vive feliz, conservando su limpieza de carácter, como un niño, lo que le hace ver a los duendes.
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el día 4 de mayo de 2013)

20130430

La amenaza del cutter


Contó Miguel, un chico de treinta años y con mucha vida interior, que un día de octubre, la luz de la mañana le alumbró a las ocho. Al encender la radio,  oyó las noticias con poca atención hasta el momento en que dijeron las de sucesos, especialmente la información de que, en el país, uno de ellos en su región, se habían descubierto a varios jóvenes asesinados, todos con cortes en la yugular, al parecer con un afilado cutter. No le dio mucha importancia, posiblemente por el tono de la noticia. Creía que era una de las que de vez en cuando conocemos y que las ves a distancia, sin que afecten demasiado. Mas tarde, a las diez, cuando iba en el coche, informaron que los asesinatos se habían cometido, en su totalidad, en sitios donde había mucha gente. Sin embargo, pese a la concurrencia, y sorprendentemente, nadie se dio cuenta de los sucesos hasta ver los cadáveres. Por la  forma de las heridas habrían sido sorprendidos y no les dio tiempo a defensa alguna. Esta insistencia en la información le hizo que se tomara interés e imaginó el momento, con la vida huyendo por la garganta abierta, mojando el cuello del caliente y vital líquido rojo. Lo contaba y me miraba con la angustia en sus ojos.
Como vivía solo y pensaba más de la cuenta, estas cosas le causan temor. Más cuando en la policía se mostraban bastante preocupados por la posibilidad de nuevos incidentes mortales.
 Como si la naturaleza estuviera en los hechos, por la tarde de aquel día se hizo la oscuridad casi cerrada con unas nubes negras, cargadas de agua, oscurecidas por su tremenda densidad que cerraban el día tres horas antes del atardecer. El viento de la tormenta que se echaba encima movía su pequeño coche cuando llegó al centro comercial. Debía comprar las cosas de la comida del día siguiente, e iban a cerrar. Subió deprisa desde el aparcamiento y, nada mas llegar arriba, con un enorme trueno, se apagaron las luces. Ni siquiera las de emergencia funcionaban y el centro comercial había quedado en penumbra, casi oscuridad, en la que con dificultad se podía ver para caminar. Se oían algunas voces hacia la salida. Conversaciones lejanas,  pasos, cierres y el arrastrar de  carrillos. El silencio se iba adueñando del edificio. Su respiración tomó cuerpo y los pasos con las pulsaciones fueron marcando, pausadamente primero y aceleradamente después, su progresiva inquietud. No vio salida y el miedo a ser tomado como furtivo ladrón se trocó por terror cuando oyó pasos entrecortados, nerviosos, de unos tacones que no contestaron a sus preguntas: ¿hay alguien? dijo. Solo hubo silencio.
De improviso, en el cristal de la tienda de móviles vio su cara, como congelada en blanco y negro, que le miraba. Parecía la que buscaban en toda Europa por asesina en serie. Hábil con el cútter y un largo punzón de sangrar carnes.
Miró buscando salida, pero no pudo mover los pies. Se agarró al quicio de la puerta y a la esquina del comercial mas, pese a todas sus fuerzas, no podía mover los pies.
Quería pedir ayuda, pero no pudo sacar ningún sonido de la garganta. Solo podía mover los ojos, angustiado… no, no, no podía moverse. Estaba inmovilizado de terror. No podía chillar, ni moverse del sitio. Escuchaba el silencio y luego roto por el suave arrastrar de unos pies que se acercaban. El frío de su frente se le fue hacia el corazón que no atendía a razón alguna. Sentía como un caliente líquido corriendo por su piel. Súbitamente la vio, la tenía frente a él y le sujetaba el brazo. Metió su mano por su cintura y levantó la otra con algo brillante. Pensó en el cutter. Le cogió la cabeza y acercándola suavemente a la suya, cuando creía que le iba a hablar quedo y sintiendo su aliento… le besó suavemente, con los labios frescos, tiernos y entreabiertos. En ese momento se le empezaron a movilizar todos los miembros del cuerpo. La miró a los ojos y sonriendo dulcemente le dijo: Miguel, te he estado viendo todos los días que venías a comprar y estaba obsesionada con besarte. Me atraes mucho y creo que me estoy enamorando de ti. Si te parece bien, en el bolsillo te he dejado mi teléfono. Llámame.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el día 27 de abril de 2013)

El criminal colmado a su gusto



Artemio vino al pueblo desde Villena y callaba sobre su origen. Se sabía por Leocadia, su mujer,  que era de allí y que su familia se dedicaba al comercio de cereales. Hombre inseguro, cerrado de mollera y escasez de razonamiento que sustituía por voces, y alguna violencia de vez en cuando.
El matrimonio duraba, por la paciencia de ella y porque no tenía medios ni ingresos dependiendo de él. Se sentía seguro al retenerla y dominarla, impidiendo que Leocadia trabajara en algún oficio, aunque lo intentó. Pasaron años y la convivencia se fue haciendo más dura, enojosa, y agotándose la paciencia de la mujer. Continuas amenazas, presiones y malos tratos dentro de la casa, no eran visibles en la calle, así Artemio tenía una fama de hombre atento, familiar y responsable.
Un día hubo una discusión sorda y violenta porque, según contaron, no había hecho Leo, que así la llamaban, una fuente de torreznos que era su plato favorito, del que solía despacharse a gusto, por ser tragón y ansioso. Cogiéndola de la camisa con fuerza, advirtió a su mujer que no iba a aguantarla más y que, pronto, un día se iba a sentir muy mal y no iba a saber porque era, pero que ya le pagaría unas misas cuando se muriera.
Leo, viéndose ya muerta, empezó a dar vueltas pensando cómo iba a evitar su desgraciado destino, sin poner en riesgo tanto su vida como sus medios para sobrevivir. Caviló mucho y, por más que lo hacía, no veía la forma de salir del grave apuro en que se encontraba, pasando los días de angustia en angustia y las noches enteras desvelada.
La última vez que le hizo tan grave advertencia el marido fue el día que le acompañó al Hospital de la capital a la consulta del cardiólogo, que acabó con una intervención urgente de Artemio al que hicieron una angioplastia, por tener lesión en el corazón en varias coronarias, una de ellas más obstruida que el silo de su patio, que desde que lo puso su abuelo nunca hicieron limpieza alguna. Al darle el alta, advirtió el médico a Leo, fuera de la habitación, (debió verla mas despierta que al ceporro del marido),  que debía el enfermo tomarse las pastillas y hacer una dieta muy severa sin grasas, salvo alto riesgo de infarto.
Al llegar a su casa, no fue más que cerrar la puerta y calladamente, como era su costumbre, para que no lo advirtieran los vecinos, volvió  a recordarle Artemio a Leo, con la cara más fiera  jamás vista, que sus días estaban contados.  Aguantó como pudo hasta que un día debió cambiar su fortuna porque se la veía más animada, recuperó el apetito y no se supo bien si era disimulo o por otra causa, pero hasta volvió a cantar como cuando fue joven; extrañamente, a Leocadia la vieron más dispuesta que nunca, menos angustiada y muy atenta con el marido al que daba puntualmente sus medicinas y le hacía las comidas sin que se quejara. Pero, lejos de lo que cabía presumir y pese a estos cuidados un buen día, dos meses después del alta, Artemio se vio con sudores y un dolor muy intenso en el pecho y, cuando llegó la ambulancia, había pasado a mejor vida y tanta paz encontró como descanso dejó.
Años después, estando a punto de morir Leo, ya vieja, rayando los 88 años, en confesión le dijo al cura el gran secreto que había tenido oculto desde que murió el marido, hacía más de 45 años. No le dio todas las pastillas, le privó de las del colesterol y le había preparado para la cena, todos los días, una fuente colmada de torreznos bien cargados de tocino entreverado.
 Le había salido bien el crimen perfecto, pensó, y quien sabe si, por ello, salvó su vida.

(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real, el día 20 de abril de 2013)

EL ECTOPLASMA SÓLIDO


Os lo voy a contar, pero luego no me digáis que son las tontunas que tengo o que se me ha ido el pisto, porque no veo en ello ganas de sobresalir ni de fantasear, que no están los tiempos como para eso.
No hace mucho que voy por las mañanas sobre las once a la misma cafetería en la plaza y fue allí donde sucedió todo. Soy observador. No sé si por que soy de natural curioso o es adquirida  condición por mi afición a la escritura pero, por ello, un día en que el cielo se había cubierto de negras nubes, tan negras que, en plena mañana, pareciera anochecida, y en el instante que, por algún lugar de poniente, se abrió la luz trocando la mañana en tarde avanzada, entró a las once y diez uno de los que en los pueblos llaman mozo, con calzones anchos de pana, camisa de varias décadas atrás y no muy bien aseado. Las botas bajas llenas de barro viejo y manos grandes, fuertes, gastadas por el trabajo duro, con las grietas que causan el haberlas dejado secar más de una vez al aire. Nada mas llegar, se sentó con una pareja que estaba hablando en uno de los rincones. Debían conocerse, pensé yo, porque no vieron extraña su visita. Participó él en la conversación haciendo observaciones y le dijo a la chica que se recogiera la cinta del pelo que se le había caído hacia atrás, lo que ella hizo sin mirarle al momento. Me diréis ¿y que hay de extraordinario en ello? Pues sí lo hay, como voy a contar lo mas objetivo posible.
Esto que cuento se volvió a repetir con más gente. Se levantó de la mesa y se sentó con una mujer, sin que le extrañara, que estaba con su hijo pequeño al que atendía de vez en cuando inclinándose sobre el cochecito. Ella, habló por teléfono y cuando se preguntó algo, el mozo le contestaba con la solución y ella se hacía cargo de lo dicho y lo repetía ante su interlocutor al otro lado de la línea. Lo mismo ocurrió con dos señoras que se sentaban cerca de donde yo estaba, y donde terminó por sentarse sin que, como en las otras ocasiones, les extrañara su presencia. Él hacia observaciones y las señoras se hacían eco de las mismas sin ni siquiera poner la mínima objeción. Les advirtió que se les estaba acabando el tiempo para  acudir a una cita, debía conocer eso de antemano, y ellas, recordando la misma, se levantaron recogiendo con prisa, incluso le contestaron con la mirada perdida hacia la concurrencia, con un “hasta luego” cuando él les dijo adiós.
 Pareció que era yo el único que se sorprendía con este deambular de mesa en mesa de tan curioso personaje, y el único que parecía verle, puesto que era el único que le miraba, no así los que compartieron mesa con él, aunque parecían contestarle. Tan interesado estaba en verlo de cerca que cuando creía que se iba a ir, me levanté para acercarme y me arrepentí de haberlo hecho. A dos metros de el, sentí escalofríos intensos y un olor especial. Lo que es peor, estando en la misma línea recta hasta el espejo de la pared, me vi reflejado, junto con todos los que estaban a mi lado, pero él no estaba en la imagen. ¡Mierdas! Me dije, con el pulso a cien. Estuve parado allí sin que las rodillas respondieran a mis ganas de salir corriendo. Se fue tan tranquilo como entró.
Dicen los entendidos que han estudiado estas cosas que se debió tratar de un ectoplasma, es decir un cuerpo entero que se semimaterializa, provistos de vida propia, hablando y caminando con total independencia del médium que lo provoca. Es decir, un espíritu llamado y sin control del que lo llama. ¿O el ectoplasma soy yo?..

(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el día 13 de abril de 2013).

20130217

Muere febrero, deshauciado



La luz del día vino mas despacio que de costumbre. Empezó desangrándose por la ventana y fue manchando el cuarto en silencio. Todo fue cobrando cuerpo alrededor mío, la silla, el borde de la cama, la puerta del armario, quietos, en silencio mudo y sordo. Desde la cuarta planta no llega voz alguna, ni siquiera de los mirlos que antes oía desde la calle, en la soleada calle de la anterior casa. Huele el aire a los brotes del almendro, de los estomas de las aromáticas lejanas de la sierra, encubiertas por los humores de una ciudad sobada por los caciques inmortales. Solo quedan los minutos restantes, que se van desgranando como los rojos granos de una granada. Ellos me llevan despacio hacia delante. Primero con las rutinas de día, ducha, limpieza, airear las habitaciones para despejar las espesas y fétidas pesadillas que rompieron el sueño, hasta que la extenuación hizo traer, y le hizo volver, para reparar la enorme fatiga de un día tensado por la angustia de la inmediata realidad. Mas tarde el recorrido por las ocupaciones,  buscadas para ir adormeciendo la consciencia de tanta presión y ausencia.
No estará lejos la primavera abierta con aire de densas propuestas de vida. Campos preñados en rojo amapola moviendo su marea dulce señalando las trazas del aire fresco atlántico. Quiero pensar que todo lo que siempre trae la explosión de la naturaleza vaya, sino borrando, ocultando la  cruel herida del desahucio. El empuje inesperado, nunca pensado, que te expulsa de lo que has considerado tu refugio, tu lugar amable que salva de las agresiones que desde fuera nos hacen, es otra forma de muerte civil. Ahora, desde este nuevo lugar pequeño, extraño, que no ofrece referencia alguna para la vida trazada, muere febrero. Muere la fe en una sociedad injusta, en las heridas profundas que llevan la mascara de permanentes, traídas  por una sola persona o en compañía de otros, como en los crímenes perfectos enterrados en un legajo de un triste Juzgado. Muere febrero. Los minutos me llevan adelante, no se por cuanto tiempo, pero quiero pensar que, como era antes, vuelva a ver las noches de agosto bajo las estrellas perfumadas por las pequeñas y delicadas flores de los pericones.

20130119

LOS MIRLOS COMENTAN




Los mirlos (Tardus merula) cantan desde arriba, en los árboles de la plaza. Comentan sus cosas cuando me ven de nuevo comprando el periódico a la misma hora de siempre. Llueve agua fría en pequeñas gotas difíciles de ver y esquivar, pero siguen comentando desde las alturas, no les inquieta la lluvia fina.
Éstos no pueden ser los mismos mirlos que discutían cuando yo era chico y pasaba cerca de ellos al ir al colegio. Me sentaba mal oírlos y no enterarme del significado de su conversación. Es como cuando ves a varias personas hablando, mirándote y no saber lo que dicen. No creo que lo hagan por mala educación; ellos están enseñados para hablar sin ningún prejuicio.
 La lluvia si es la misma. El agua, es otra agua, quizá vino de las profundidades del océano Atlántico  y fue subiendo hasta llegar hasta aquí, traída por el viento del Ártico, según dicen. Estos mirlos de la mañana igual son descendientes de aquellos, o de los que hablaban en la mañana temprano cuando iba a coger el metro para ir al trabajo. Arriba, en los bloques de viviendas de la calle del Bronce, se entendían sin problemas y los oía desde abajo, con claridad. El aire frío es espeso, denso, y hace que se propague el sonido mejor. Me fui acostumbrando a sus preguntas, sus interrogaciones, que una vez las contestaba otro y en otras se hacía el silencio, ¿estarían esperando que contestara yo? Me hubiera gustado hablar con ellos pero sigo sin entenderles. Lo más que alcanzo a entender es cuando hacen alguna afirmación, que suele ser contestada por alguno de ellos. ¿fiuuufufiufufiii?  ¡uiuuufio, fii, uiuufio! Los mirlos son grandes conversadores, Llenan la plaza con sus comentarios y suplen a la perfección el silencio de los solitarios que pasamos. Si aparece alguna pareja o dos transeúntes hablando, se callan. Esperan a escuchar lo que dicen y luego lo festejan.
Desde lo alto de los árboles de la plaza se enteran de los desmanes del Gobierno, de nuestras tragedias, y se preguntan cuando vamos a reaccionar. Cuando les vamos a decir a todos los que se metieron en política que despierten o se vayan. ¿O me lo dicen a mí, que reaccione yo?
La voz del mirlo se oye desde lejos. Hablan mientras yo paso callado, preocupado. Nadie les observa y sin embargo allí están y se hacen presentes con sus voces. Me pregunto si fuera verdad lo de la reencarnación en otras naturalezas, si en otra vida pude ser yo un mirlo. He pasado casi toda mi vida entre gente y, casi siempre, no estoy para la mayoría. En las fotos de mi gente siempre fui el que las hacía y no aparezco por ninguna parte. He hablado, y me he hecho notar en ocasiones, pero al final, como los mirlos, hablo, comento con los propios y nada. No pasa nada, nadie observa, nadie hace caso, nadie contesta. Tendré que aprender el lenguaje de los mirlos.

20121227

UN DICIEMBRE PERDIDO


Esta mañana de luz intensa atravesé los bancos de niebla del Guadiana para acercarme a Tresenzinas. El frio de la madrugada aun se dejaba sentir por los caminos. La humedad de la noche, que antes fue escarcha, mojaba toda la verde pradera de la entrada y aun quedaban algunos hongos entre ella. Algo perdido terminé paseando por el camino intentando dejar atrás tanta desolación como vamos acumulando en estos tiempos de penurias, tristezas y con los embates de la chulería que muestra el poder financiero y sus serviles con poder. Una peonía me saludó con las tiernas hojas del invierno abiertas entre la maleza y cuando levante la cabeza de observarla con detenimiento vi los membrillos brillar desde mediodía. Me acerqué para ver que pasaba y la sorpresa me dejó algo perdido durante un momento. Habían brotado las flores y las primeras hojas, que la helada de la noche se había encargado de arrasar. No eran unas pocas, estaban los tres árboles llenos de sus blancas flores que aún conservaban la ternura de su salida.
En diciembre hemos vivido días de una temperatura totalmente anómala, totalmente primaveral y, así, los membrillos debieron pensar que era el tiempo y sacaron toda la provisión de flores que guardaban. La naturaleza tiene sus tiempos. Su repetición temporal hace lo que llamamos clima propio de una tierra. Y el clima ya no es lo que era.
Dicen los campesinos del Rin cerca de Basilea, que si las casas se llenan de insectos fuera de tiempo, les espera un invierno largo y rudo. Los pastores del valle de Blenio, en el cantón del Tesino, miran con detenimiento las nubes, y  sobre todo la flora silvestre. Si las hojas de los arbustos de follaje tardan en caer en el otoño, es señal de buen tiempo, y el regreso de las cabras a los establos puede ser retrasado por algunas semanas.Así en todas las regiones del mundo, los paisanos saben interpretar las señales de la naturaleza cuando aparecen.


Es totalmente razonable pensar que la naturaleza, que se rige por leyes propias y totalmente consecuentes, cuando cambia de manera excepcional el clima de una región, es porque viene condicionada por el orden global del clima del mundo. Así pues las flores de los membrillos salieron por las cosas que están ocurriendo en todo el orbe. Ahora que nos podemos permitir ver la tierra desde arriba a diario, y desde nuestra casa, con el Google Earth, podemos ver como las corrientes de aire y de vapor de agua vienen cambiando lo que pudiera haber sido su comportamiento habitual. Las flores del membrillo tienen la misma consecuencia que las cosas que están ocurriendo en el continente americano. Mi pregunta fue, cuando vi las flores arrasadas ¿volverá a florecer en primavera? Puede que sí, pero me temo que lo que se agota antes, sin que hayamos podido evitarlo, quizá no vuelva a florecer. Lo que hace que me sienta con un vacío ahora. Tratare a mis membrillos con más calor que años anteriores, igual cogen ganas de volver a intentarlo en abril.

20120916

JEAN BAPTISTE



Mis manos ya no pueden pelar una manzana con facilidad, las veo y no reconozco aquellas manos que tuve hace años ya, cuando bajaba a la plaza a jugar con mis vecinos, corriendo, saltando y agarrándolos fuerte para no soltarlos, cuando el juego lo requería. Las mismas manos que agarraban las ramas del peral cuando subía en el huerto del  cura. Si, esas son las manos que tengo ahora, que aún siguen reteniendo la destreza para sujetar el pincel o el grafito, habiendo perdido firmeza y teniendo ganado con hartura certeza en el trazo, cada vez mas delicado, cada cuadro con luz plena.  Tengo que salir al campo. Si quieres les puedo preguntar si puedes venir conmigo. Le diré a los de las caballerizas que cuando tengan que ir a por las provisiones que nos lleven, como la última vez. Una mañana entera es suficiente para los apuntes que preciso. Toda mi vida he dibujado y pintado con  detenimiento, viendo el resultado de cada trazo, de cada pincelada. Recuerdo a mi padre pasando la escofina por los bordes de la madera, viendo en cada pasada el relieve resultante, “es importante que no se pierda el sentido de la obra que haces por la premura o la prisa”- decía- y tenia razón.
Un cuadro debe captar el tiempo de una centésima de segundo, pararlo, y hacerlo que permanezca para toda la vida del cuadro, quizás siglos. Para eso es necesaria la calma y la tranquilidad, para atrapar la luz que es la que hace aparecer el color, las dimensiones  y la naturaleza propia del cuadro y, si sale bien, el que lo mire y se detenga a contemplarlo, se olvidará que es un cuadro y verá ese corto espacio de tiempo de un poco de la vida que ha quedado atrapada y ¡volverá a vivir la experiencia de ver lo que yo vi!
Raoul, tráete el carboncillo y papel, encontrarás muchos motivos para dibujar. Pero no esperes que yo te siga todo el rato, a los ochenta años poco se puede hacer con el cuerpo vencido y los músculos sin mas tensión que la precisa para moverse. Hubo un tiempo, Raoul, que llevaba yo mismo un pequeño coche  y uncía al caballo si ninguna ayuda, En L’ouvre  tengo casi todo a mano. Buen favor hizo monsieur le Marquis  de Marigny en conseguir de su majestad la cesión de la vivienda. La que es mi casa desde 1757. Tengo todo a mano, aunque me han de traer pinturas, aceite de lino y tierras desde el taller de un buen amigo. Sin embargo aun puedo vender alguno de mis cuadros. No es demasiado copiar alguno de los ya hechos; disfruto igual ejecutándolos; como mi padre disfrutaba haciendo el mismo mueble una y otra vez. Puedo hacerte un retrato dibujando, ya hice uno en 1737. ¿Te perecería bien Raoul? ¿Si? Acércame las gafas muchacho. Ponte en ese escritorio y coge el carboncillo y esa carpeta de allí.
-Maestro Chardin, lo haría con gusto pero no creo que sea una buena idea; recuerde que el médico le ha dicho que tiene que guardar reposo.
- Si, es cierto. Tiendo a olvidar los años y la salud. Pero sigo con las manos diestras y no hay que dejarlas ociosas… en fin, otro día.
-Jean Simeón, ¿te tomaste el jarabe?
- Si mujer, tomé el agua sucia…

20120730

El ordenado desorden




En el pequeño jardín que tiene la casa delante de la fachada planté una portulaca umbratícola mezclada con flores de distinto color. Amarillas, rosas, y rojas, se abren con la mañana dando luz a la entrada. Mas adelante, junto a la entrada he plantado un dondiego de noche que tiene por costumbre abrir sus flores, también mezcladas en color, durante la caída de la tarde y alegrando la noche, flores abiertas y perfumadas, toda la noche. Si, lo he hecho así a voluntad. ¡Quien pudiera encontrar la medida necesaria para tener alimentada la alegría y la buena disposición día y noche!

En estos días del estío la presión atmosférica cambiante durante el día y a noche suele trocar el ánimo predisponiendo a buenos o malos humores. Por eso, es conveniente tener salidas para lo que se pueda presentar. Ser prudente y provisor suele trae buenos réditos, también para los negocios del ánimo.

 Las dos plantas tienen fototropismo, una negativo (el dondiego) y la otra positivo. La portulaca, de la familia de las verdolagas es comestible y su naturaleza suculenta es buena para ensaladas.

Posiblemente pocas veces recurriremos a ellas para llenar la ensaladera, pero solo saber que son útiles para eso también les da un valor añadido. El dondiego es toxico, no se puede comer. Así pues la del día es aceptable para su ingestión la reina de las sombras no.

Sin embargo, el dondiego inunda de un hermoso perfume todo el entorno donde crece y la portulaca es totalmente inodora. Las dos no tienen un lugar previsto. Solo les dí el que encontré entre el macizo de las demás.

El jardín  donde las planté, está lleno de plantas ordenadas para que enseñen un desorden natural, así, como suelo hacer yo las cosas, ordenadamente desordenado. Como las estrellas en el firmamento, como las sendas de la montaña, sin orden y trazado conocido pero con  objetivo certero que le dan los que pisan el itinerario, respetando el ordenado desorden de la naturaleza.

20120212

Lectores

Me dicen las estadísticas de este blog que tengo lectores, en México, Argentina, Colombia, EEUU, Perú, Chile, Venezuela, Países Bajos y Alemania, por este orden y en relación numérica decreciente. Nunca pensé que mis escritos llegaran tan lejos y a tanta gente. Y no es que me importe el número global cuantioso de gentiles lectores, sino la suma de ellos. Uno por uno. Me gustaría conocerlos y comentar lo que en principio para un escritor es un monólogo. Son muchos pensamientos los que he dejado libres en la red. Invenciones y relatos que nacen de esa imaginación fértil que me dieron mis padres y que intento administrar con tiento y fortuna. La imaginación es un don que da la naturaleza pero que tiene dos caras: una favorable y otra no. La favorable es que todo lo que tiene la vida, y que es bueno, se vive con mucha más intensidad, con más rico detalle, si se tiene imaginación. Por otra parte, si es de lo que no tiene bueno la vida, se sufre, también, con mucha más intensidad. Por todo ello, decidí ha tiempo el poner a trabajar a la imaginación para comunicar mis reflexiones y contar historias, unas verídicas, otras no, y otras mitad y mitad.

El mundo esta cambiando hacia una nueva era. Es tanto el impulso que están dando las tecnologías a la vida social que, en muy poco tiempo, viejas instituciones, naciones, pueblos, culturas, y aquello que antiguamente se llamaban razas y que ahora no es fácil definir con precisión, debido al desarrollo de las mismas y a las comunicaciones y transportes, están cambiando. Hasta las enfermedades lo hacen y las costumbres también.

En este mundo que cambia, tan vertiginosamente, que no nos da tiempo a asimilar los cambios. Llegado este momento, que me ha sorprendido siendo mayor, quiero contar algunas cosas. Las que he vivido y las que imagino. A usted, que me lee tan lejos, pero que siento tan cerca. Espero que le complazca. Saludos.

20120131

LA SIESTA DEL FAUNO





Abrasaba el sol cuando salió al exterior. Una luz intensa cegó la vista y apenas podía ver con los ojos entreabiertos todo lo que se presentaba ante él, habría unos colores intensos que abrumaban el ánimo. Al rato de ir andando se fue acomodando a la luz y, olvidandose de reconocer la calle, siguió andando hacia la casa de su amigo. Estaba obsesionado con su hermana. Era mayor que ellos y apenas la conocía. Cuando la vio por la mañana no podía creer que una mujer tan preciosa pudiera ser la hermana del Trancas, con lo feo que era. Tenía la chica diez y nueve años y ellos catorce. Demasiados años para que se interesara, pensó.
Había venido en la Pava de las once y ya se había cambiado según le pareció. Llevaba un vestido blanco de algodón con florecitas, y como se le ajustaba al cuerpo, entre los botones se le podía ver sus interiores por las aberturas que se abrian y cerraban de vez en cuando. La vio limpia, muy limpia; con la piel sonrosada. Los pies, recién lavados como no había visto nunca, se veían desnudos sujetos por una fina tira de cuero que amarraba las sandalias, y todo ello envuelto en una sonrisa, mitad burlona, mitad interesada. Parecía divertirse con la turbación del muchacho, torturandolo acariciándose la melena corta, una y otra vez. Le miró con detenimiento con sus ojos negros muy grandes y risueños no apartando la vista, como otras chicas hacían. Por esas cosas, conforme avanzó hacia la casa del Trancas se le iba acelerando el pulso.
Pasó por la puerta del patio que tenían entreabierta y cruzó por el empedrado hacia las habitaciones de abajo donde solían pasar la siesta, sentados en el suelo del pasillo, oyendo música con el transistor Zenith de su amigo. Desde dentro, pudo oír a los Everly Brothers cantando una de sus baladas. En el pasillo no había nadie, ni se oía a nadie. La música venía de la habitación contigua donde solían dormir los invitados. Avanzó hacia ella y vio la puerta entreabierta, miró dentro y, allí, era donde se encontraba la hermana del Trancas echada en la cama, dormida, con la mano cubriéndole los ojos y una pierna doblada. Al levantar la pierna dejaba al descubierto todo el muslo y se podía ver unas inmaculadas bragas blancas de algodón que se ajustaban a las carnes rosas de la chica. Se quedó mirando, fijamente, embelesado por una visión que le parecía un milagro de la naturaleza. Sujeto al quicio de la puerta, se quedó petrificado con la respiración agitada y a tope de sus pulsaciones. Estaba en estas, cuando recibió un guantazo que le dejó aturdido un buen rato. ¡Que coño haces, si se puede saber! Oyó decir cerca de su oreja. Cuando pudo recuperarse de la sorpresa y del aturdimiento, se dio cuenta que estaba sudando, echado en su cama durmiendo la siesta. ¡Son ya la siete y media y aun no has empezado a estudiar! ¿Qué quieres, que te vuelvan a suspender en septiembre? Su padre le estaba increpando al pie de la cama y se le veía muy enfadado y con ganas de gresca. Se incorporó, se bajó de la cama y poniéndose los pantalones pensó: Ya me parecía a mí que era todo esto demasiado bueno…joder…

20120129

Le verger, das Orchard, the garden. Otros nombres para el Huerto



Con el tiempo, después de la última gran guerra, la agricultura extensiva ha acercado la fruta a todo el mundo. En el camino fueron perdiendo todas ellas su natural aroma y su sazón mas pura. Los huertos familiares han ido desapareciendo, aunque, aún podemos tomar alguna de las frutas que conocemos, con casi las mismas propiedades que tuvieron en otro tiempo, las que conocimos al principio del siglo pasado, incluso a mediados; así, cuando es temporada, y si hay la fortuna de que en los mercados populares haya un hortelano que las venda directamente, de las que cultiva no muy lejos.



Pero en el trasiego del mercadeo siempre se pierde algo, y solo algunos afortunados que conocen las propiedades de cada fruta, y si madrugan, llegando los primeros, podrá llevarse el sabroso fruto de alguna de las especies que se cultivan en nuestro entorno. No es lo mismo esa fruta que la que se nos vende en el super.



Los frutales mas conocidos vinieron hace siglos de Asia Central, China y del Cáucaso. Desde entonces se han hecho muchos cruces con especies próximas, y con tanta selección que estas frutas de ahora no son aquellas, apenas la morfología, quizá algo parecido el aroma. Pero quizá se pudiera desandar el camino, si se rehiciera su genoma. ¿Es posible volver a recuperar aquellas frutas que atesoraban los romanos como una joya culinaria, sólo para el domus? Posiblemente.



Ahora sabemos cómo se cuidan, incluso con técnicas respetuosas del medio ambiente y con la naturaleza de la planta, pero me temo que no todo el mundo conoce el arte de disfrutar su cultivo, con detenimiento y delicadeza, así como acomodándolos a su función estética, como un elemento mas de un jardín, de un paraíso oculto.



En Tresenzinas he vuelto a reencontrar mi oficio de agricultor familiar, disfrutando (hermoso verbo para esta función precisa, de la que trae su semántica) de las horas lentas de continuo coloquio con la botánica, que responde siempre sin influencia alguna, salvo las propias de la naturaleza.



Los almendros, el peral, los membrillos, abandonados hace años, apenas han aguantado enredando sus ramas invadidas por los líquenes, hongos y parásitos que han encontrado en ellos unas plantas a su disposición. Otros frutales, sucumbieron por el abandono, la sequía y las enfermedades. Solo el avance de la nidificación de los pájaros insectívoros, y una climatología que está cambiando por días, les han dado un margen de supervivencia. A los supervivientes, les dí a tiempo el tratamiento de invierno, con un producto totalmente compatible con la naturaleza, y una poda de saneamiento que les ha hecho recobrar un principio, parecido a su hermoso y antiguo porte, con la salud propia que les hace fecundos, eso sí, con la complicidad del panal de abejas que pusimos en la esquina del terreno.



Ahora, habrá que esperar a los días de primavera, para que el abono, el cultivo de la tierra y los tratamientos les hagan brotar con fuerza e inunden con lo más hermoso que tienen, sus hojas y sus frutos. Entonces, cuando las ramas estén en sazón, será el momento de hacer los necesarios injertos para mejorar la producción con la ayuda de aquellas plantas resistentes, de la misma familia, que ayuden a sacar la mejor fruta con el menor de los aportes artificiales. Todo el año, con la satisfacción de ir consiguiendo los mejores frutos de la naturaleza, sin tener que ir al Supermercado, con la casa inundada de nuevos perfumes que hagan un hermoso momento el ordinario de la alimentación, empieza una nueva vida que hace bueno ver pasar los días.

20111008

Vuelvo a Tresenzinas

Desde hace más de veinte años siempre que tengo una buena ocasión, vuelvo a Tresenzinas. Subir la última cuesta es un ritual que ya esta dentro de la memoria como un hábito adquirido. Da lo mismo que sea por la mañana amaneciendo o por la noche cerrada, subir por el Camino de los Barrancos es un hábito que precede a Tresenzinas. Le puse ese nombre porque cuando adquirí la finca solo había tres encinas pequeñas que crecían entre los olivos. Las encinas siempre han representado para mí la esencia del campo de mi tierra; quería una finca con encinas y ya tengo ahora más de una docena, algunas crecidas, como para acoger debajo de su sombra una hamaca de tijera con lona de listas y un buen libro para leer mil historias que me enseñen el mundo.

En Tresenzinas, cada vez más, se oye la naturaleza respirar. Las tórtolas, las abubillas y verderones se hacen presentes sin tener ningún reparo a nuestra presencia. Como los descarados tordos que acuden a los higos de las dos frondosas higueras junto al pozo. El cielo fue muy duro en los primeros veranos que estuve allí. Apenas cubrían sombra los pocos árboles que con dificultad crecían en la ladera. La brillante luz de julio se me introdujo en el fondo de la memoria y me ayudó a aprender a sacarla con el óleo pellizcando el azul de Prusia. La luz rosada de amaneceres y ocasos salió sola como suele salir el gran astro Arturo, apenas anochecido.

Vuelvo a Tresenzinas, ahora con mis hijos crecidos y yo, cargado de memoria, dispuesto a encontrar aún nuevas especies botánicas que tengo sin conocer, me tomo el retiro con la tranquilidad del que vuelve, como el griego Ulises a Ítaca.

En medio del pedregal también resuena la huella del remoto pasado. Hicimos un camino entre las piedras que siempre llega donde se empieza, como la memoria de un viejo que retiene toda una vida. A su alrededor la primavera levanta toda la riqueza vegetal y animal y creo ver el paraíso perdido del que hablaba en poeta inglés Milton. Paraíso que se llena de sentido cuando reina el silencio que nunca es absoluto. La naturaleza es así de hermosa. Habla sin molestar.

La noche llena de suave paz las horas de Trenzinas, y, ni las esquilas de las ovejas, ni los perros lejanos, perturban el clamoroso silencio de una casa subida en las alturas.

Una liebre ha hecho su asiento en la finca, y creo que es prima del matacan del que hablaba Miguel Delibes, aquella liebre que rompía a carreras a todos los perros de caza. Corre nada más verme y se pierde entre la espesura como si la vida le fuera en ello. Hacemos cosas como esas todos los días y sin embargo nos sorprendemos que lo haga una liebre. Huimos de lo que tememos y las más de las veces ni siquiera ha reparado en nosotros lo que nos asusta.

Todos los días que vuelvo a Tresenzinas descubro novedades que la hacen especial. No ha mucho levantó el vuelo una oropéndola que me trajo recuerdos de mi infancia en la huerta de mis padres. Por eso y porque es el mejor sitio donde apartarse a tomar sosiego, siempre vuelvo a Tresenzinas.