20130711

El caso del nemuritor


A medianoche, un día de julio, estábamos mi vecino don Jorge y yo sentados con tranquilidad en su terraza donde me habló del Universo del que según él se extraen todos los misterios de la ciencia y de historia. Decía sobre los alquimistas, y de cómo la alquimia trataba de práctica protocientífica y disciplina filosófica que combina elementos de  química, metalurgia, física, medicina,  astrología,  semiótica, misticismo, espiritualismo y arte. Luego paso a la historia.   Mis conocimientos sobre historia no son pequeños aunque no soy una autoridad, ni mucho menos, pero lo que iba contando don Jorge eran cosas que jamás había oído, acontecimientos con detalle asombroso y con datos y citas que jamás había oído. Contó como en el siglo XVII un grupo de franceses, ingleses y holandeses desde la isla San Cristóbal en el Caribe empezaron comerciando con los galeones españoles y luego acabaron pirateándolos. A estos bucaneros, decía que los sorprendió Exquemalin haciendo grabados de sus habituales quehaceres de una manera tan precisa como ingenua. Don Jorge llamaba a los bucaneros con sus nombres y procedencia como si los hubiera conocido, como a Pierre Legrand, Fançois Lolonois, Bartolomé “El Portugues”, Rok Brasiliano, Montbars o Lewis Scott. Decía de este último que gustaba de comer la carne cruda, y de Brasiliano que en cuestión de compañía le daba a todos los palos. Lo que no deja de ser un chisme.
Oyendo estas cosas y otras, de la guerra de Sucesión española o de la primera Gran Guerra, se detenía en tantos detalles que parecía los hubiera vivido en persona. Cuando le pregunté cómo conocía tanto detalle de acontecimientos tan lejanos, en los que los documentos y archivos no suelen detenerse en contar, se sonrió. –Bueno. Dijo. –Yo no los he conocido, ni he vivido esos acontecimientos pero, como se que tu eres una persona seria y no cierras tu mente a las cosas que se salen de la normalidad, te diré que  sí conozco a una persona que ha vivido personalmente todo esto que te he contado.  Se hizo entre nosotros un silencio largo. Él me estaba dando tiempo para pensar y yo me lo estaba tomando. Luego con toda la carga de misterio asumida le contesté:- ¿Quién? – Te diré su nombre actual que no es el propio que tiene, y que solo él está autorizado para desvelarlo. Yo desde luego no, mientras no me lo autorice. Se hace llamar Monsieur Surmont. Y, si te interesa, le invito a cenar una noche y que te hable de todo lo que te pueda interesar. – De acuerdo. Le dije y poco después, cuando estaban encima, las estrellas Vega, Daneb y Altair, al frente de sus constelaciones, me retiré a dormir no sin la inquietud propia de estar ante un misterio que debía investigar, y del que , en principio no daba veracidad, pero tampoco se la quitaba.
Durante las siguientes semanas estuve indagando sobre el nombre de Surmont y entre las imágenes que daba la red estaba la de un hombre joven que me era muy conocido.   Saqué una copia y se la llevé a abuelo del primo Manuel. Pese a sus 98 años tenía la cabeza en muy buen estado y conocía prácticamente todo. Es de esas personas que se pasaron la vida leyendo y aprendiendo y ahora, lo que es la memoria remota, la conservaba en casi perfecto estado, escuchándolo los datos y referencia de todo lo que había vivido. Llegué hasta su casa, una de esas que nos hacen creer que empezamos a parecer hormigas, y Manuel me llevó directamente hasta la pequeña terraza, donde pasaba todo el día el viejecito viviendo sus momentos, cargados de amplios silencios en los que  removía sus recuerdos. Manuel me presentó y, nada verme dijo: -Joder Manolo, ¿como no me voy a acordar si le he llevado mas de una vez a la escuela? (y era verdad). Después, tomo la foto que copié de la red y mirándome me dijo: - Este es Surmont el amigo de mi abuelo. Era mucho mas joven que él, vino desde Inglaterra y nos contaba cosas prodigiosas como si las hubiera vivido sobre los acontecimientos del siglo XIX  y del XVIII. Fue alquimista famoso. La verdad es que nunca le creía hasta que el año pasado me hizo una visita y vi que estaba igual de joven que cuando yo era un niño. Creo que su verdadero nombre era el de un noble francés, pero en este momento no me acuerdo.

Después de confirmar mis sospechas, acudí a la cita con Jorge y con Surmont, puntualmente a media noche. Allí estaba. No aparentaba mas allá de cincuenta años, era fuerte y con la mirada profunda, con la serenidad que solo tienen los viejos muy mayores, los que vieron como pasaba la vida con todo tipo de incidentes, dramas, alegrías y conocimiento. Efectivamente, cuando habló de la Guerra de los Seis Días, en el Sinaí, hizo un paralelismo con la Guerra Madhista, de colonización del Sudán por los ingleses. Contó su presencia en Jartum con todo detalle y lo mismo cuando estuvo en la conquista de Umm Qatef y El-Arifh junto a general israelí, Sharon, en la de los Seis Dias. Vino a decir que, en todas las guerras, lo que hace perderlas es la soberbia de los que creen que antes de plantear una batalla la dan por ganada por creer que el número es lo principal. Después de oírle relatar los detalles de su presencia en la Guerra de Sucesión española, en la batalla de Almansa el 25 de abril de 1707, le pregunté por su verdadero nombre. Me dijo con una sonrisa: -Los nombres tienen una función cuando se es mortal, yo nací en Transilvania y lo diré en rumano, soy un nemuritor, que significa inmortal. Pero quizás vos haya conocido mi presencia con el nombre mas divulgado: soy el Conde de Saint Germain, y mi virtud está en eludir la violencia, mi vicio, tomar y nutrirme con la especial colación que descubrí ha muchos años, que me hace vivir permanentemente, hasta que encuentre algún sentido en no hacerlo. El misterio se había desvelado.
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 6 de julio de 2013)

20130629

El misterio de la niña evanescente


El abuelo Julián, cuando estuvo viviendo de joven en la ciudad, arregló una casa que antes fue un inmueble de robusta fortaleza, muy cerca de la Plaza Mayor y entre ésta y la plaza de la Imprenta. Era uno de los inmuebles desocupados en el centro de Ourense durante la Dictadura de Primo de Rivera, que compró don Julián con la intención de hacer allí su residencia hasta acabar sus días. Luego, la vida le llevó a Madrid. Como iban cambiando los tiempos y no precisamente para estar muy tranquilo con la seguridad del país, antes de que llegara la República hizo una reforma muy seria y dejó la casa como una mansión sólida y de elegancia envidiable. La fachada de piedra de granito estaba rematada por el mas puro estilo gallego, con detalle en las esquinas a semejanza de las saeteras de un castillo, ciegas con piedra de mármol. Por dentro era muy acogedora y no había ninguna habitación sin uso, ni que sobrara o supusiera desmesura. Don Julián pasó los últimos meses, antes de irse de viaje por el mundo con unos compañeros de estudios, dedicado a su nieta Martina. Una inteligente niña de cinco años que estaba loca por la compañía de su abuelo. Él, que encontró en su nieta una inteligencia fuera de lo común, le fue contando, no solo relatos de la literatura tradicional gallega y europea, sino todos los consejos sabios que la experiencia le fue enseñando a él. Se pasaban el día yendo de habitación en habitación, como si lo hicieran de país en país, sumidos en todo tipo de aventuras. Le leía siempre un libro de Walter Scott, adaptado para niños, que le  compró y le encantaba: Ivanhoe. Terminaban siempre en la torre, así llamaban a la habitación pequeña más alta, desde la que se podía ver casi toda la ciudad. Así pasaron los días hasta que un día el abuelo retornó a Madrid para su viaje.  Para suplir la compañía del abuelo llegó, desde Allariz, Nerea, una prima de su madre que apenas tenía diez y seis años, pese a su poca edad tenía al parecer buena mano con los niños y necesitaba estar en la ciudad para seguir con sus estudios. Nerea cuando volvía con la niña del colegio, donde estudiaban las dos, se pasaba las horas muertas con Martina, incluso compartiendo las horas de estudio. Lo curioso era que más parecía que la niña enseñaba a jugar a su tía segunda que ésta a la niña. Todo iba bien hasta que un buen día cambió todo y la preocupación fue adueñándose de la casa.
Aquel día estaba Martina en su cuarto, donde la acababa de dejar Nerea y cuando la llamaron para cenar, no contestó. Subió Mercedes, su madre,  preocupada por si le había ocurrido algo, pero en su cuarto no estaba, empezó a llamarla por toda la casa elevando la voz y conforme la preocupación iba aumentando, su padre y Nerea se incorporaron a la búsqueda. Por mas que la buscaron no estaba en la casa. No pudo salir de ella porque ya habían cerrado las puertas con llave y, en todo caso, la niña no podía alcanzar a abrirlas. A la hora de la búsqueda, su padre, Martín se puso tan descompuesto que en menos de diez minutos había estado hasta en la policía; allí intentaron tranquilizarle diciéndole que esperara, porque lo normal es que Martina estuviera dentro de la casa escondida en algún lugar. Buscaron por toda la casa, debajo de las camas, en los armarios, en los baúles, en cajas de cartón grandes, en la despensa, en fin, en todos los lugares en los que podía caber la pequeña y que tuviera fácil acceso pero con resultado negativo. Cuando menos lo esperaban, de improviso, se oyó la voz de Martina y estaba en otra habitación y planta de donde desapareció, como si no hubiera ocurrido nada. De poco sirvió preguntarle donde había estado, lo más que decía era, como cantado: -Martina estabaa en casaaa. Con papáa, con mamáa, con Nereaa.
No dijo más. A partir de ese día, todos los días, a la hora más inesperada, volvía a desaparecer.  Estando en el salón, en el dormitorio que ocupó su abuelo, en el suyo  y, desde luego, cuando la situaban en la torre. Allí donde estaban con ella, si dormían o tuvieran que salir a cualquier cosa, cerraban con llave la habitación, pero aún así desaparecía. Y poco después, volvía a aparecer. Algunas veces cuando sus padres o Nerea se quedaban dormidos, se despertaron con un pequeño ruido que creían atribuir a la puerta que se cerraba. Pero la puerta estaba ya cerrada y con llave echada. La buscaban por donde la habían visto la última vez pero, como la niebla de noviembre se disipa con la tarde, así, ella no se volvía a ver. Se desvanecía sin dejar mas rastro que algún juguete o prenda que llevara en ese momento. Luego, sin saber cómo, aparecía en la casa en cualquiera de esas habitaciones o llamando desde la escalera. Le preguntaron una y otra vez. Martina seguía jugando ella sola a las aventuras de que le había enseñado su abuelo. De vez en cuando hablaba con su lenguaje de nombres raros, que les extrañaban, como Cedri de Rotevu.
A la semana, pese a la preocupación por lo extraordinario del fenómeno que observaban con la Martina, parecían haberse hecho a los acontecimientos y ya no lo comentaban fuera de los muy anchos muros de la casa nada de lo que ocurría. Martín, el padre de la niña, se pasaba las horas muertas ante el ordenador buscando explicación en las páginas de parapsicología que encontraba en Internet, pero no encontraba nada parecido. Hasta que un buen día, llamó el abuelo Julián desde Buenos Aires y, cuando le contaron lo que pasaba, les dijo riéndose: Ja, ja ,ja, que chica esta… no, no pasa nada; claro que os debía haber dicho a vosotros el secreto de la casa. En las esquinas, hay en cada planta un habitáculo secreto que se accede desde las librerías que hay en cada una de las habitaciones que dan a la esquina,  conectados por una pequeña escalera de caracol. Se iluminan los habitáculos por las saeteras, que solo están cegadas con alabastro traslúcido, no con mármol. Pulsando el resorte del listón de la izquierda de las librerías se accede. En ellos,  jugaba yo con Martina a las aventuras de Ivanhoe. Por eso decía ella lo de Sir Cedric de Rotherwood.

 Así pues, desvelado el secreto, todo vino a la normalidad y Martina, la niña evanescente, siguió jugando a sus aventuras
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 28/6/2013).

La voz del secretario

A las cinco de la mañana estaba Cirilo esperando a su compañero en el bar. Acababan de abrir y el café que le dieron sabía a rayos. Tenía todas las grasas acumuladas del día anterior la cafetera y aún no se había aliviado de ellas. De todos modos, caliente, y con una tostada con aceite de oliva entraba con facilidad en su cuerpo quebrantado por el madrugón. Como sabía que era poco para él, Manolo, el dueño del bar, le acababa de hacer un par de huevos fritos a los que estaba dando cuenta sin pausa. La calle estaba en silencio, no muy lejos se oían ya a los mirlos preparar la amanecida con sus parloteos confidenciales, y los coches aparcados yacían dormidos con los ojos abiertos. Pensó Cirilo que lo que le habían encargado era lo más extraño que le habían dicho en su vida. A nadie se le ocurre pensar que buscar la manera de evitar que se movieran las cajas del archivo, tuviera que hacerlo tan temprano. Quizá estuviera pensando el Oficial Mayor que había alguien que se introducía por la noche y trasteaba entra las cosas del archivo. Temían en el Ayuntamiento que se estuviera robando documentación valiosa. El caso es que una vez que terminó su tempranero desayuno, como vio que no acudía su compañero, le llamó con el móvil y éste le dijo que no podía ir. Se había puesto enfermo con una enterocolitis. Se levantó de la mesa, le dio una voz a Manolo que estaba en el interior, preparando la bollería para el bar, y cuando salió se despidieron. Anduvo Cirilo por la calle Pedrera absorto en todo esto que le ocupaba, lo que hacía que andara como perdido, con la vista en el infinito, moviendo las piernas como un autómata y sin demasiada prisa. Las calles en silencio; un gato cruzó rápido y se detuvo en la acera de enfrente quedándose mirando muy fijamente, cuando él le miró se le erizó el pelo al felino y con un rugido espeluznante dio un salto y salió corriendo hacia la primera bocacalle. En ese momento, una súbita brisa fría le paso rozando empujando suavemente su cuerpo. Sintió escalofríos y le pareció que al oído le decían: Pero… me mató… Se sintió mal. Miró hacia atrás y hacia todos los lados pero junto a él no había nadie. Aceleró el paso y en unos minutos escasos estaba en el archivo municipal. Cerró con llave la entrada y, una vez dentro se sentó en un sillón acomodándose con los auriculares de la radió puestos. Y esperó. Empezó a dar vueltas lo que le dijo la voz. ¿a que se pudiera referir eso de “pero…me mato?..
A las cinco, treinta y cinco minutos vio como se empezaban a mover unos legajos de la estantería de los documentos más antiguos y uno concretamente empezó a salir poco a poco hasta quedar fuera de línea, unos ocho centímetros, y se paró. Pese a estar aterrorizado, se levantó para ver qué pasaba y volvió a recibir la brisa fría que le envolvió, dándole un suave empuje que le hizo desplazarse un paso. Los auriculares enmudecieron y oyó con claridad: - Pero…me mató. Paresce non sirbieron años de leal servicio a don Juan y a don Enrique… é non façieron gracia ni audiençia. Cirilo se quedó paralizado por el terror que sentía, y, aun así, sin saber porqué, dijo en voz alta: -¿pero… quien… te matóoo?.. La brisa fría le envolvió de nuevo y se oyó claro: - don Pero. ¿Quién? Insistió Cirilo tiritando de miedo. La voz contestó: - Pero Díaz de la Costana. ¿Y qué quieres? Le dijo Cirilo. – Justicia…
Cuando llegaron las siete, ya amanecida la mañana, la ciudad ya daba señales de haber despertado. El movimiento de las calles  y los primeros empleados llegaron cambiando el silencio por animación. Entró el Oficial Mayor y vio a Cirilo pálido con los ojos espantados y recogido en el sillón con las piernas abrazadas, hecho un ovillo. ¿Qué pasa Cirilo? ¿Estas malo? El pobre Cirilo no se atrevió a decir la verdad. No le iban a creer y le tomarían por loco. Solo se le ocurrió decir para justificar su situación: He pasado mucho frío. Pero no ha pasado nada…
Cuando pudo dormir un poco en su casa, a media tarde, se fue hasta el ordenador y empezó a buscar en Google el nombre que le oyó a la voz de aquella noche. En un principio no salía ninguna referencia, pero al cabo de un rato, y después de ensayar diversas búsquedas, al asociar el nombre con los de don Juan y don Enrique, salió el nombre en un documento de los juicios de la Inquisición: Reverendo señor Pero Díaz de la Costana, liçençiado en Santa Theología, canónigo en la Iglesia catedral de Burgos, nombrado inquisidor del Tribunal de la Inquisición de Ciudad Real en 1483. Entre los condenados y muertos por el Tribunal, estuvo Juan González Pintado, Secretario que fue del Rey Juan II y de Enrique IV; fue acusado y muerto el 24 de febrero de 1484.

Cirilo estuvo meses pensando en cómo podría hacer que se hiciera la justicia que demandada el Secretario de los reyes. Porque siguieron moviéndose las cajas del archivo y revolviéndose la documentación. Finalmente acordó hacer algo insólito para él. Mandó una nota a los periódicos, pagando un anuncio destacado relatando la desventura de Juan González Pintado. Una vez se publicaron los anuncios, dejaron de observarse las perturbaciones en el archivo y nunca más se supo de cuanto ocurrió en él.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 22/6/2013).

20130615

SOUS DALLE


Ha llegado una carta certificada para el jefe, dijo la chica de la entrada a Manolo,  secretario de Alberto Baufontaine, el abogado del bufete de la planta 21. Se volvió hacia el mostrador y cogió la carta que le ofrecía. – ¿Cómo te llamabas? –Gema. Contestó. – Gracias Gema. La sonrió mostrando algo más que agradecimiento. Estudió el sobre mientras subía en el ascensor y cuando llegó al despacho ya sabía la mínima información para su jefe. Alberto, tienes una carta –dijo nada mas entrar- me parece que es de un notario de Ciudad Real. ¿No es allí donde vivía tu abuelo?- Claro- contestó- te he contado un montón de veces, cómo estuve viviendo con él casi diez años. Justo el tiempo que estuvieron mis padres en Australia, cuando destinaron a mi padre a la Embajada en Canberra. Los muy cabritos pensaron que debía hacer primaria y bachiller en España y me dejaron con mi abuelo. A ver, dámela.- Abrió el sobre y después de leerla se quedó mirando al infinito, pálido, con la carta suspendida de la mano y sin decir palabra. –Qué pasa, le dijo Manolo. –Mi abuelo Achille, se murió hace quince días y nadie me lo ha dicho. Un notario me comunica que me ha dejado su casa y una caja con cosas personales. Debo ir allí enseguida.
Por la tarde cogió el tren y, en una hora y cuarto, estaba en la notaría hablando con el notario. Era también el albacea nombrado por Achille, por lo que le dio la llave de la casa, un sobre con una carta y  un pequeño cuadro con un escudo heráldico en el que se veía tres hojas de mirto y una pluma de ave blanca, abajo se leía en francés: Sous dalle, sauvé de l'obscurité. Recordó que esas palabras las repetía su abuelo muchas veces y le contó que su padre, el bisabuelo de Alberto, Alexandre, le había contado a su vez que, tras ellas, estaba el mejor tesoro para un Baufontaine. El abuelo Achille se pasó la vida intentando descifrar en que podía consistir el mensaje del lema familiar y nunca lo consiguió. Al llegar a la casa, los recuerdos de la infancia se le agolparon. Se fue derecho al despacho de su abuelo, donde al parecer estaba la caja con los objetos personales, según lo dicho por el notario. En la caja, además de las gafas de su abuelo, un pequeño paquete envuelto con papel amarillo por el tiempo, que contenía todas las cartas que Alberto le había mandado en los últimos años, las plumas estilográficas y el reloj de bolsillo, había varios cuadernos en los que había estado haciendo sus anotaciones en su investigación del significado del lema. El abuelo Achille había levantado todas las baldosas de la casa y no encontró nada. Pensó el hombre que la palabra “dalle” se refería a “baldosa”. Incluso, según constaba allí, había levantado las del panteón familiar en el cementerio, pero sin ningún resultado. Cansado, se sentó Alberto en el diván del salón y pensando en todo; al poco rato se tumbó de lado y se empezó a dormir. Pasaron por su memoria todos los momentos mejores de su infancia, entre los que recordaba las noches de agosto, en el patio grande, tumbados en las hamacas, viendo las estrellas. Todas las constelaciones se las sabía de memoria por que se las había enseñado él. Recordó con claridad las comidas en el patio en primavera y verano bajo el toldo, así como lo pesado que se ponía él preguntando al  abuelo Achille qué había bajo la losa del rincón, la que tenía una argolla de hierro en el centro. Decía el abuelo que era una de las cuevas como las que hay en la Mancha en todos los pueblos y ciudades. Su padre, el bisabuelo, le había dicho que estaba inundada de las aguas subterráneas y contaminadas por las tuberías de aguas sucias. De  manera súbita pensó: ¡bajo la losa! “Salle”  ¡no se refiere en este caso a baldosa, sino a losa! Saltó del diván y cogió el móvil. Llamó enseguida a un albañil y por la mañana allí estaba con un ayudante despegando la losa y, con una palanca, levantando la enorme losa de piedra. Una vez abierta, un olor de pesada humedad subió desde las profundidades de la cueva. No había agua hasta arriba como le contaron al abuelo. Bajaron por la escalera, iluminándose con unas linternas y a diez metros del pie de la escalera se abría una enorme sala con estantes de obra llenos de telarañas. Se podía ver de todas maneras lo que había en los estantes, todos llenos de unas tinajas de barro tapadas con sus tapas de barro, selladas con cera y lacre. Habría unas doscientas tinajas de un metro y medio de altas. Por un momento se acordó del cuento de Aladino, pero aquello era muy real. Pensando en la seguridad, les dijo a los albañiles que ya había encontrado la bodeguilla de vino viejo de sus antepasados,  subió con ellos al patio, les pagó y se despidió de ellos. Llamó a  Manolo, su secretario, para que viniera cuanto antes para ayudarle.  Cuando estuvo solo bajo a la cueva, abrió la primera tinaja. Dentro había libros, treinta y un libros. Eran de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. Todos ellos estaban el en Index Librorum Prohibitorum, también llamado Index expurgatorius. La tinaja contenía Las Lettres persannes de Montesquieu, la Opera pósthuma de Spinoza, publicada en 1667, las Pensees de Pascal, los Ensayos de Michel de Montaigne, las Meditaciones metafísicas de Descartes y otros muchos, todos en aceptable buen estado, al haber estado en las tinajas cerradas herméticamente y protegidos por el barro con  su vidriado del interior y la cera de la tapa, también de barro vidriado por su parte interna.

Cuando llegó el secretario, hicieron recopilación de todos y resultó una biblioteca de 6.076 libros, todos ellos auténticas joyas y algunos de ediciones perdidas. Se hacia cierta la frase del lema en francés de la familia, cuya traducción era: Bajo la losa, salvados de la oscuridad. Tenía razón Achille, era el mejor tesoro para un Baufontaine.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 15/6/2013).

El celular

De una voz de Miguela despertó Álvaro de madrugada. Apenas entraba la luz por el cristal del transparente superior de la puerta. Se oían los pasos por el pasillo del ir y venir de Roberta, y su bajada por la escalera más que ruidosa. Nunca se cuidó la chica de guardar sigilo sabiendo que aun había en la casa gente si levantar. Bajó a coger el carbón de la carbonera, bajo la escalera, y, como no se guardaba, se oyeron por toda la casa las paladas del cogedor de hojalata con el que iba recogiéndolo en una espuerta de esparto. Se levantó Álvaro y abrigado con la batilla de franela se asomó al patio desde la ventana del corredor. Aun se veían las estrellas y pudo reconocer algunas de la constelación de Orión que ya quedaba casi por entero oculta por el tejado de la casa. Vió a Miguela que daba aire con el soplillo al brasero en el patio, haciendo extender las pocas brasas nacidas de la quema de unos hojas de periódico, levantando pavesas, iluminando el rincón del patio que aun no le llegaba la amanecida. La humedad del invierno aún no se había ido de los muros de la casa, que guardaban el frío. Cuando cantaba el gallo capón en el corral, oyó pasar un carro por la calle, y como empezaba a destemplarse se fué directo a la cocina, que siempre era el primer lugar en calentarse de la casa. Al entrar empezó a oír la radio que colgaba de la repisa con el tono muy bajo y apenas se oía fuera de la cocina. Billie Holiday cantaba The very Thoght of You. Siguió la melodía moviendo la cabeza de un lado a otro, mientras pensaba en cómo habría de ser el día que les esperaba y, sonrió.  En la pared, el taco del calendario marcaba el día: 30 de mayo de 1956.

El coche del su tío llegó puntual y, también puntual, fue la bajada de la cesta de mimbre con la comida y los platos dentro. La metieron en el maletero y  subieron todos al coche, perfumado como siempre con el acostumbrado olor a gasolina. En diez minutos estaban en la huerta donde ya esperaban todos los de la familia de su tía Amalia. El coche volvió a por más gente de la familia a la ciudad.


 Mayo había llegado allí con fuerza, en los campos de cereal se veía enrojecido  por las amapolas que se movían con la brisa y  en el borde del camino las flores silvestres estaban en sazón. Sin embargo hacia bastante fresco, lo que no parecía indisponer para la comida campestre. En pocos minutos, bajo la melia grande, se fueron disponiendo en batería las hamacas para los mayores, mientras los chicos hacían una completa inspección de la finca buscando maquinar aventuras sobre la marcha. Se fueron sentando en las hamacas según iban llegando, unos con el periódico, que en sus titulares decían de las inundaciones de Calatayud y de la visita del Vicepresidente de Brasil, Joao Goulart, recibido por  el ministro de Exteriores Martín Artajo;  otros con libros, todos con el firme propósito de descansar y dejar  en la ciudad sus preocupaciones. A las doce y media estaban todos al completo, justo cuando por la linde del norte vieron a Porfirio. Inmediatamente todo se aplazó con el primer comentario de la tía Irene, siempre atenta a la marcha de los vecinos. – Por allí va Porfirio, el “iluminado”. – ¿Porque le llamas así? - preguntó el tío Miguel. – Bueno, es que siempre termina hablando de los avances del futuro y disparata lo suyo. Yo ya le he oído más de una vez, y la verdad es que todo lo que dice, pese a que lo fundamente con conocimiento, no deja de ser un disparate, una locura.- Contestó El tío Alberto, dueño de la huerta. –Dejaros de misterio y contad, que queremos saber por que se le tiene puesto ese mote. –Convinieron los demás. Y tomando la palabra Alberto, resumió el asunto. –Dice que dentro de algunos años, todos tendremos en el bolsillo un teléfono,  y que con él podremos enterarnos de cualquier cosa que nos interese, vamos como si tuviéramos la Biblioteca Nacional a tiro. Además de poder poner mensajes que no nos costará una peseta y mandar cartas instantáneas. Según él los teléfonos dispondrán de muchos canales de frecuencia, de las ondas hertzianas, como las de la radio, con lo que se podrá conversar muchos con muchos, de forma como si fueran las celdas de las abejas, ya no funcionarán las emisiones de radio con lámparas sino con unas pequeñas celdillas con circuitos muy complejos, lo que facilitará su menor tamaño y la comunicación se verá incrementada geométricamente a través de las líneas de teléfono, poniendo en contacto a todo el mundo, sean servicios públicos o particulares. – ¡Dios Santo! Dijo Gregorio, el marido de la tía Irene. - ¡Que locura! Ese hombre… ¿cómo es que anda suelto?  ¡Ni que fuera el profeta Elías! ¡Todo eso no tiene ni pies ni cabeza! ¡Vamos, vamos!, todo esto es un disparate. Todos los demás rieron y  asintieron. –Bueno.- dijo Alberto. La ciencia esta progresando mucho, en Madrid ya están haciendo pruebas para la televisión, que dentro de unos años estará en cada uno de nuestros domicilios, quien sabe, a lo mejor no es ninguna quimera… Una sonrisa de incredulidad se dibujaba en todos los demás y con ella zanjaron el incidente, mientras Álvaro, que estaba escuchando detrás del tronco de la melia, pensó en cómo podría ser todo aquello. Recordaba lo que le había dicho su maestro: el principio de la ciencia es preguntarse cosas y buscar las respuestas. En ello estaba.

20130603

El Tapado


Daban las cinco y media en su reloj; cuando terminó de darle cuerda, acabó el desayuno que le había preparado Antonina. Muy fuerte para su estómago, castigado por los últimos trastornos ocasionados por su extrema preocupación por la situación social y familiar. Los huevos habían pasado bien pero el prosciutto se hizo resistir y allí se quedó en el plato de la vajilla de Capodimonte, haciéndose lugar entre sus flores estampadas. Entró el mozo y le dio el aviso que el coche ya estaba dispuesto. Poco después se deslizaba ladera abajo hacia los campos de cereal dorados por el sol y ahora sonrosados por las luces del alba. El coche se ceñía bien a las curvas pero tenia la suspensión mas dura que antes. Le habían puesto las ballestas nuevas y aun no tenían la suficiente flexibilidad.  Un halcón peregrino se hizo notar con su chillido y la sierra se encargó de repetirlo unas cuantas veces. Miró a la escopeta y la volvió a repasar. Los pistones corrían bien y estaba limpia. Una buena escopeta de dos pistones, inglesa, regalo del primo Cármine, en su parada en puerto, donde la compró.
Meditaba sobre las últimas noticias que llegaron de Caserta. Y la tensión que había en el pueblo con una creciente opinión favorable a la revuelta republicana de Garibaldi. Notaba que la gente le contestaba mal y ya habían roto los cristales de su casa tres veces. Pese a haber sido respetado hasta entonces, la airada y despótica respuesta de algunos terratenientes y miembros de la nobleza, nerviosos, cuando se enteraron que había entre ellos un “tapado”, habían levantado una contestación de los jornaleros y comerciantes que no auguraba nada bueno para él y su familia, al que encuadraban con todos los señores de la comarca.  Pero él no podía significarse, tendría que callar, pasara lo que pasara.
 De improviso oyó al cochero decirle: ¡don Calogero, vienen dos por la vereda y armados! El le contestó con tranquilidad:
 -Tu, a lo tuyo muchacho, ya me encargo yo de esto.
Asomó la cabeza por la ventanilla y los que venían llevaban las armas al hombro y se dirigían hacia el coche. En unos minutos se plantaron delante de los caballos y obligaron a parar. Uno de ellos cogió a las bestias por el bocado, sujetándolas con fuerza. Entonces don Calogero, asomó la cabeza y les dijo con tranquilidad: Id con paz muchachos, dejad paso que llevo prisa. Tengo asuntos urgentes en Caserta. ¿Qué es lo que queréis? Entonces, el que sujetaba los caballos los soltó, haciendo una señal a otro para que los sujetara y quitándose la gorra se acercó al coche.
-Don Calogero –dijo- me han dado instrucciones de que no salga nadie de la comarca, no puedo dejarle pasar. Vuélvase y quédese tranquilo en su casa.
- ¿Instrucciones? ¿Qué instrucciones? ¿Y de quien? ¿Para qué?, ¿Con qué fin? –dijo el caballero elevando la voz y haciendo notar que su enfado iba subiendo.
- No me han autorizado a dar explicaciones, don Calogero, pero seguro que se las darán, cuando sepan que esta su señoría en el pueblo.
- Mira muchacho, ¿como te llamas? – Ambrosio, señoría. – Pues mira Ambrosio, yo tengo que pasar, no puedo perder un asunto urgente en Caserta, y pueden ocurrir dos cosas: una,  que me dejes pasar y nadie sabrá que has incumplido tus obligaciones, o, segunda, que pase y tenga que daros dos golpes de pistón a los dos, con lo que seréis vosotros los que lamentareis el encuentro.
Diciendo esto, Ambrosio echó manos de su escopeta y, antes de que terminara de ponerla en posición de apuntar, ya tenía el cañón de la escopeta del caballero delante de sus narices. En un abrir y cerrar de ojos el cochero había atado a los dos y los llevaba hasta una encina cercana donde los ató fuertemente, de manera que los vieran los del pueblo cuando pasaran.
- Más vale que os inventéis una buena historia –les dijo- y que sea de bandidos, porque, si no es así, os van a coser a palos los cretinos que os han puesto en este aprieto. Y, ah, debéis saber, que en Caserta me encargaré de que os expliquen que no todos los señoriítos somos  monárquicos. Y, por eso mismo, es por los que estáis vivos. La revuelta tiene muchos detrás, y acabaremos venciendo. ¡Ale chico, dale a los caballos y arreando, que llevamos retraso!

En las calles de Annunciata se comentó al día siguiente el incidente de los dos hijos de Baldassare con unos bandidos. La semana siguiente marcharon los dos a Caserta a prestar servicio en las milicias de Garibaldi. Allí se encontraron con don Calogero, como comandante encargado de la intendencia del ejercito y responsable de que las fuerzas no tuvieran contratiempo alguno. Ambrosio y su hermano se pusieron lívidos al verle, hasta que les dijo: Qué, muchachos, ¿se os pasó ya el susto de los bandidos? 

Pues nada, cuidaros, que ya se sabe que por los caminos anda mucha mala gente…

20130527

Un embarque prometedor



En el cruce con las cuencas de los pequeños ríos que confluyen al final de valle, sobre la loma roma en la que hubo un prado fértil se encuentra Portabierta, cuyo nombre se debe a que los caminos que llegaban y llegan desde las sierras terminaban juntos al final del valle, allí mismo, abriendo al caminante las rutas del interior a su derecha y del mar a su izquierda. Tierras de huida en las guerras del medioevo, de costumbres añejas, y empeñada por religión vieja. Rica gente en artesanos de toda industria, incluyendo alarifes que dejaron su impronta en caserones tan sólidos como confortables y en recios puentes que aguantan los tiempos con la misma cara de primitiva belleza y reciedumbre.
Una mañana de enero, cuando las nubes de las cumbres bajaron hasta los prados, bajo los castaños de la Fuente del Caño aún se oían cerca los gruñidos de los jabalíes que terminaban de hozar entre las ribera del arroyuelo. Los petirrojos se movían y chasqueaban las leñas de un fuego recién alumbrado por el chico del guarnicionero. Andaba por allí cogiendo hierbas para vender en el mercado y no se tomó prisa alguna para terminar su tarea. Rumiaba las palabras del último capítulo que había leído del libro de Salgari que le regaló el albéitar cuando vino a curar al buey viejo:
 La joven era alta, de tez nacarada y sus cabellos, de oro trigo, estaban recogidos en una larga trenza. Unos ojos grises iluminaban su lindo rostro.
Al ver la carnicería de la cubierta, la joven tuvo un gesto de espanto. Habló al corsario con altivez:— ¿Qué ha pasado, caballero?—Un combate, señora. Un combate en el que ustedes perdieron. — ¿Quién es usted? El corsario apartó su espada tinta en sangre y se quitó el sombrero.—Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia. Pero se me conoce con otro nombre —añadió. — ¿Cuál?El Corsario Negro.
Miró hasta el fondo de la umbría y sus pensamientos estaban ya fuera de allí. Levantó luego los ojos e imaginó que en vez de pisar el suelo de un espeso mantillo húmedo, estaba sobre el entarimado del bajel donde se disponía la acción.
Pero un ladrido no muy lejano le sustrajo de su abstracción y le devolvió a la realidad. Las ganas de escapar y salir al mundo le hicieron recordar cual era la vía más probable.
Le contó el barbero que al final del camino del francés, desviándose a la izquierda por la primera calzada que se aparta, llegándose a la frontera, después de unas veinte leguas, se puede ver el mar desde la última sierra que, bajándola, hace fácil el embarcar para las Américas; allá, en el puertecico donde llegan los bajeles para tomar aire y repuestos para mayor viaje. Los barcos, desde allí, toman vientos que vienen fríos del norte y se abren unas jornadas después poco a poco, al suroeste, así que después de la travesía,  en la que debe estar firme el timón  y horzar con tino, corrigiendo la deriva y dar la cara al oeste en algunas semanas más, virando el timón luego al norte, se llega hasta la tierra firme de un nuevo mundo que aparece dulcemente, como una amanecida tranquila.
Salió del soto de la fuente y fue bajando hasta el pueblo por la trocha que se abre entre los zarzales. En el cielo, encima de la encajonada salida del valle que daba razón al nombre de la población, ciclópeas formaciones de nubes que llaman cumulonimbus de espesa negrura amenazaban con una tempestad. Llego a su casa y cogiendo el llavín que guardaba en el bolsillo bajo del calzón, abrió el portalón que seguía rechinando al abrir y cerrar. En el rellano de la entarimada escalera se oyó el primer y lejano trueno acompañado de la brisa que empezaba a levantar. Hizo su escaso equipaje que guardó en la bolsa vieja de fuelle. No olvidó la carta que guardaba que le entregó su padre antes de irse, el retrato de su madre, y la partida de nacimiento arrugada que tenía desde que le hizo falta para ingresar en el bachiller, eran los tiempos en que había que demostrar que se estaba vivo para poder hacerlo. Una muda y otro par de zapatos cerraban el contenido de la bolsa. Dejó una carta en la mesa del comedor y subiendo el pulso con la cadencia del reloj de pared miró en derredor, como si quisiera guardar en la memoria cuantos objetos había en la casa, y con un suspiro clandestino salió de la casa cogiendo el camino del valle. Al frente le esperaba la tempestad que se cerraba aún más y anochecían la tarde antes de su hora.
Cuando llegó a Petiport todas sus gentes estaban recogidas dentro de las pocas casas que tiene. Humeaban las chimeneas y hasta los perros se habían recogido por la tormenta. El poncho de hule viejo que llevaba chorreaba por la intensa lluvia pero aun impedía que se mojara el cuerpo. Dio tres vueltas y al fin oyó que en una casa un grupo de personas estaban dando risotadas. Se asomó a la ventana y pese a lo sucio que estaba el cristal pudo comprobar que allí debía haber una cantina. Pasó dentro y todos se le quedaron mirando con curiosidad. Pregunto si daban alojamiento y el hombre que llevaba aquello de dijo que por dos monedas de a cinco le daba cama y cena. Aceptó la propuesta  y se sentó en la mesa cercana a unos hombres que parecían marineros. Al momento el cantinero le sirvió sin pedirlo una jarra de vino caliente con un trozo de longaniza. Aprovechó la ocasión para preguntar si sabia de algún barco que fuera para las Americas y, al parecer, los que tenía al lado eran parte de la tripulación de un barco que partía al día siguiente rumbo a Santiago de Cuba. Sin presentarse siquiera les preguntó:
-¿Puedo irme con ustedes en su barco?
El más viejo le dijo:
- Acho que se vendríale ben, capitão quer um menino, aquele que tinha, foi em Portocovo com febre. Amanhã, às cinco horas vê o barco e perguntou.
Al día siguiente, sin mucho dormir y mucho cavilar, llegó hasta el puerto a las cinco, amaneciendo y desde el barco un hombre con barba crecida y canosa le dijo nada mas verle:
-Si eres tu el que quieres venir de grumete, agora mesmo puedes subir rápido, mucho hay que facer.
Soltaron de sus amarras las enormes velas de fuerte lienzo engrasado, ayudando él a soltar la vela de popa llamada cangreja para ir cogiendo oficio con los marineros. Mientras esto hacia, sintió que las ganas de vivir le volvían crecidas. Pensó en lo que dejaba y en todo lo que le esperaba en un nuevo mundo.
Con los primeros crujidos de las cuadernas el barco se fue alejando por la costa como se aleja el día antes de poder vivirlo. Volvió a lloviznar, su cara estaba mojada y roja por la brisa fría del día que alumbraba. Apenas se podía distinguir ya si lloraba o no. 

(Publicado en el periódico " La Tribuna de Ciudad Real el 25 de mayo de 2013)

UNA CHICA INTERESANTE



Alzó los brazos, como las alas de la Victoria de Samotracia y con sus ágiles manos se cogió la larga melena y le dio varias vueltas, doblándola sobre si y con dos giros de goma, la recogió en un moño, en el que algunos mechones quedaron graciosamente sueltos. Entonces se dio la vuelta, y apartando sus gafas de sol se iluminaron dos hermosos ojos verdes, con los que miró en derredor escudriñando el contorno. Parecía no verme, pero con su mirada al frente, comprendí que me estaba estudiando con el límite de su visión. Hice la prueba del nueve: con las manos simulé unos prismáticos e insistí en mirarla. Sonrió sin poder contenerse y volviendo la cara me miró complaciente. Con la boca, deletreé con gesto mudo:  ¡hola!.. y ella, sonriendo, contestó con la misma forma: ¡hola!.. Nos presentamos,  se llamaba Clara y, con unas cervezas de por medio, contamos nuestras cosas.
Le dije que hacía mucho que no volvía por la ciudad. Por necesidades de trabajo y otras menos eludibles, fui a vivir a Roma donde estuve en un pequeño apartamento en la vía Borgognona tres años, documentándome sobre Cavour y escribiendo todos los días, hasta acabar dos novelas y una docena de relatos, además de algunas colaboraciones en prensa. Sin embargo llegó un momento en que necesité documentarme y fui a Viena. Encontré un apartamento no muy lejos de la catedral de San Esteban que compartí con Lukas, un reportero que andaba siempre de viaje por los conflictos de Oriente Medio. Allí seguía escribiendo hasta que llegaba la hora de comer o cenar, y después, grandes paseos tomando notas para luego escribir.
Aunque me hacía feliz ir a los conciertos de la Filarmónica y a un pequeño bar de la Franziskanerplatz, el Kleines Café, donde paseaba por el mundo sin moverme de la mesa, junto a una jarra de cerveza o un café, no vi suficiente motivo para quedarme junto a mi pareja, Monika, que compartió conmigo muchas cosas, tristes y alegres pero nunca se mostró propicia a que llegáramos a hacer la vida juntos. Algo en su vida la tenía en reserva y eso siempre termina distanciando a cualquier relación. Luego, cuando  me vine, me enteré que no trabajaba en una agencia de viajes, sino en la BVT, Oficina Federal de Protección de la Constitución y de Lucha contra el Terrorismo. Con un beso me despedí de ella y de sus secretos. Ahora, dudo si se interesó por mí, o por seguir de cerca de mi compañero reportero, por sus viajes en el exterior.
Clara me estuvo contando que venía de llevar una documentación a Copenhague, para lo que su jefe, un capitoste vasco que era dueño de varias revistas técnicas, le alquiló un coche sueco que iba como un reloj. Todo le iba bien hasta que en Francia, en la rue Guillaumin de Limoges, cerca del Pont Neuf, tuvo un mal encuentro con unos desconocidos que bajo la excusa de preguntar por el centro, le asaltaron y se llevaron el bolso con las llaves y la documentación personal. Los documentos de la empresa que llevaba los había dejado en el hotel, en la caja fuerte de la habitación. En el consulado le dieron una documentación provisional pero el funcionario que la atendió le hizo un interrogatorio, como si fuera ella culpable de un supuesto de espionaje industrial y, los que se llevaron sus cosas, unos turistas. Llamó a la central de su empresa en Madrid y le comentaron que desde Copenhague debía llegar hasta Dusseldorf en Renania –Westfalia y entregar lo que le dieran en Copenhague. El alquiler del coche ya lo habían ampliado y debía entregarlo allí. Por el viaje, se enteró de la muerte de su tía Julia, de Las Rozas. Recordó que le había dicho que todo su patrimonio se lo iba a dejar a ella. No le hizo mucho caso, porque lo mas que conocía de ese patrimonio era un pequeño chalet con un corralito detrás, donde criaba gallinas Legorn, blancas como la leche, muy ponedoras y otras Rhode Island, de plumaje cobrizo, que se destinaban para carne. Cuando le llamó un abogado que hacia de albacea, le dijo que su tía tenía 54 millones de euros en valores de bolsa, que había ido negociando desde que heredó unas acciones de su abuelo de Bilbao, de los aceros especiales. Así pues, supo que cuando entregara el paquete en Dusseldorf, habría que irse para Madrid.

Cuando le pregunté si no le cansaba tanto viaje y con tanto estrés, me dijo: - No, si todo esto que te he contado me lo acabo de inventar. He leído muchas cosas tuyas,  y lo hice para que veas que también tengo imaginación y tengo materia para escribir, espero que me ayudes a mejorar. Vengo de vacaciones a ver a mis tíos (decía esto mientras se quitaba las lentillas alumbrando dos enormes ojos negros que antes eran verdes). He dejado mis colaboraciones con la revista en la que trabajo y voy a tomarme un año sabático. -¿Y puedes permitírtelo? – Ah, claro, lo de las gallinas y los millones es verdad, y ya los cobré. Por cierto, ¿te vienes a Praga? Pago yo. (¿Quien le dice que no a unos enormes ojos negros? Me dije).
 (Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 18 de mayo de 2013)

20130512

Luz de agosto, en otros tiempos




Con el calor del mes de agosto, quebrantado como acostumbro estar, no sé si de sueño o de delirio sobrevenido, suelo hasta ver, y vivir, con la casa que se solea en la falda del monte y donde la cuadra queda cubierta por puerta vieja, con las nervaduras de la madera bien vistas y enseñando sin pudor las pinturas que fueron, tiempo ha, sus protectoras.
Abro y llega el olor del estiércol entre la paja del suelo que le sirve de cama al rucio. Vuelve la cabeza y se empieza a remover, posiblemente pensando en unos puñados de grano en la paja del pesebre, pero no era para eso por lo que estaba allí. Lo desaté, bajé la manta y la albarda de las vigas bajas, le ceñí la cincha y acomodé los serones sobre sus lomos. Como ese cuento ya se lo sabía, no hice más que esto, y el borrico salió de la cuadra solo y se puso frente a la columna a esperar el cubo de agua. Cuando bebió, subí al asno y chasqueando la lengua salimos por la pequeña puerta falsa. Agachando la cabeza, para no descalabrarme, hice esta, que fue mi última reverencia del día, y apuramos el paso por la linde de la sierra. Allí arriba estaba, cuando me despabilé la primera vez. Las siete, dije. Salté de la cama y en media hora, después de la ducha y la taza del café con leche, corría a la oficina. El frió de un abril invernal se clavaba como un cuchillo.
La luz del exterior quema la mitad de la mesa donde los expedientes esperan. Uno, abierto con sus tripas secas de nerviosas letras yaciendo inertes, alineadas. Por el pasillo pasan funcionarios, discuten con tranquilidad sobre cómo resolver un problema al que ningún directivo quiere dar instrucciones, y sí evasivas; repaso lo escrito en la pantalla: “…certificación necesaria del Registro Civil que…
Miro al ordenador y salto sorprendido: las 14.50. Tengo que irme, se me pasó la hora. En casa, sentado después de comer, cierro los ojos con cansancio.  
Despierto y las ramas de la encina se mueven con un vientecillo de poniente. Vuelvo la cabeza y el rucio sigue atado donde lo dejé, en la salida de la trocha, comiéndose las hierbas de los bordes de la charca, próxima a la fuente, que borbotea más arriba. Una abubilla me mira nerviosa vigilando mis movimientos y a mano tengo la hoz con la que estuve cogiendo el esparto. Más arriba, se oyen las piedras del suelo moverse, como si algo o alguien las hubiera desplazado. Pongo atención y al repetirse varias veces con una cadencia parecida, lo tengo claro: alguien viene. Miro al burro y, al verle tranquilo, comprendo que no debe ser ninguna bestia, sino paisanos del molino de abajo, donde voy alguna vez para la molienda fina, que preciso todos los años por el mes de abril. Las vecinas hacen dulces del Santo, pero yo, que no me arrodillo desde hace más de cuarenta años, solo rosquillos, no para celebrar sino para dar galguerías al cuerpo, que es buena herencia que me dejó mi madre.
Mueven las ramas por la trocha y aparece por ella uno de los chicos de Matacabras, el molinero. Saluda con un gruñido y desaparece trocha abajo con el mismo alboroto que trajo. Desato al pollino, cabreado con una moscarda a la que le sacude con los pelos del rabo, y subo haciéndome hueco entre los haces de esparto que asoman por los serones. Me ajusto la gorra de algodón blanco y pienso tomarme con tranquilidad la vuelta. El paso del asno bajando de la sierra, me balancea mientras parlotea un verdecillo y me va adormilando; cavilo sobre los planes de siembra para el invierno y no descarto las coles de Bruselas. Doy cabezadas sabiendo que el rucio nunca sabe a donde vamos, salvo para volver a la cuadra. No hay que hacerle nada: sabe volver. Abro los ojos, siguen las ramas moviéndose con la brisa, las de la higuera que me cubren en la siesta. Las tres. Y con el saborcillo del ultimo rosquillo del postre. Sobre la mesa del patio, el periódico y la bandeja con la taza del café exhausta. La televisión sigue murmurando. Me trae al fresco lo que dicen.

20130505

UN CHICO INQUIETO





En otro tiempo, allá por los años cincuenta, vivía un muchacho, Nepu, llamado así por abreviar su nombre, Juan Nepumoceno, que vivía en una casa hecha con mortero de tierra y dormía en un viejo camastro, con colchón de borra, caliente en invierno y fresco en verano.  Desde su cama viajó con su imaginación por el mundo, del que sabía, por los libros que cayeron en sus manos, haciendo mil aventuras que acababan fundidas con el sueño. Se levantaba temprano y salía todos los días de su casa, a las ocho, camino del  mercado donde tenían sus padres un puesto de verduras y frutas.  Andaba con la mirada baja, ensimismado en sus pensamientos, tantos y tan dispares que le tenían abstraído todo el día. Un día, mientras subía cuesta arriba por la calle Ciruela, pensó en qué había de hacer para tener dinero y aventuras y liberarse de un trabajo tan duro. Hizo bachiller, pero no terminó de verle utilidad a cuanto le enseñaron. Así, con su titulo y unos pocos cuartos guardados en una lata de tomate de a kilo, recordando la invitación de su tío Paco, se despidió con decisión de los suyos y una madrugada cogió el tren correo de Madrid. Desde allí, buscando aventuras, saltó hasta Irlanda, donde le ofreció un trabajo un cliente del bar de su tío, un profesor de ingles natural de allí, en The Silver Corn,  un bar de la costa, cerca de Kilkenny; lugar de reunión de los hombres del pueblo, a la caía de la tarde, para contar lo que había ocurrido en el día, o lo que podía haber ocurrido y no ocurrió; pues esa era la disposición de aquella gente al soltar la imaginación, como nuestro muchacho. Vivía feliz allí, con su buen carácter y alegría que hacía pensar a los parroquianos que era limpio de mente como un niño. Lo que provocaba ser el objeto de bromas intentando que el mozo fuera madurando en la vida. Trataron de emparejarle con todas las chicas de buen ver de los contornos y él lo mas que hacía era ponerse tan rojo como un tomate.
Un día cuando bajó al sótano a coger una caja de botellas de whisky que habría de reponer, cuando la tenía a mano, en el silencio de la bodega oyó moverse y tintinear unas botellas vacías. Pensó en un ratón y fue a ver por donde trasteaba. De pronto, oyó una voz que le decía: Ná fháil fiu gar! Soltó un respingo y vio asustado como desde el fondo le miraba un hombrecillo barbudo, de no más de una cuarta, que levantaba su mano, amonestando, sacudiendo el dedo índice de su mano izquierda. Con la caja de whisky subió los escalones de madera de dos en dos, llegando arriba pálido, sin respiración y moviendo la caja, con un temblor que no podía parar, hasta hacerla sonar como unas campanillas. Rompieron a reír todos los clientes y preguntaron entre carcajadas si había visto al diablo. Cuando recuperó el aliento dijo lo que vió y oyó. Todos prestaron gran atención y mirándose entre sí con interrogación, permanecieron mudos. Rompió el silencio el mas viejo y dijo con convicción: Es Ahodán, vio al muchacho y se ha dado cuenta que le puede ver, por eso ha dicho lo que ha dicho. Entonces Nepu preguntó ¿y qué ha dicho?, es gaélico y yo apenas se cuatro palabras… A lo que contestaron a coro: ¡Ni se te ocurra acercarte! Nepu insistió: no, si no me voy a acercar, pero que quiere decir eso… ¡Ni se te ocurra acercarte! Contestaron muertos de risa. Viendo que el chico se estaba haciendo un lío, Calleigh, el zapatero, se le acercó y le explicó: esas palabras quieren decir: ni se te ocurra acercarte. Ah, dijo Nepu. Y quedó tranquilo.
Sirvió esto para dar conversación varios meses a la parroquia y Nepu fue tomando confianza con el duende barbudo, que al parecer tenía esa naturaleza. Así, otro día, habiendo bajado con la misma intención, le dijo el duende con cara de un buen amigo: Tá tú chun dul avíale. Ni mor do thuismeteorí ann. Beida muid ag cabhrú; que en gaélico quería decir: Tienes que volver a casa. Tus padres te necesitan allí. Te ayudaremos.
Así pues, sin dudar, se despidió de todos y cogió el camino de vuelta hasta llegar a casa de sus padres, donde los encontró empobrecidos por la desatención de la huerta, por enfermedad de su padre y porque la madre no daba más para atenderla. Pronto se recuperaron hasta empezar a vivir mejor, con su trabajo en la huerta y dando clases de inglés. Recordaba con nostalgia sus aventuras en Irlanda, hasta que un día, subiendo a la cámara de su casa donde guardaban el grano, entre los sacos se encontró con otro hombrecillo, que en perfecto castellano dijo sonriendo: Nepu, me dijo Ahodán que te ayudara. Ya te iré diciendo. Y así fue. Vive feliz, conservando su limpieza de carácter, como un niño, lo que le hace ver a los duendes.
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el día 4 de mayo de 2013)

20130430

La amenaza del cutter


Contó Miguel, un chico de treinta años y con mucha vida interior, que un día de octubre, la luz de la mañana le alumbró a las ocho. Al encender la radio,  oyó las noticias con poca atención hasta el momento en que dijeron las de sucesos, especialmente la información de que, en el país, uno de ellos en su región, se habían descubierto a varios jóvenes asesinados, todos con cortes en la yugular, al parecer con un afilado cutter. No le dio mucha importancia, posiblemente por el tono de la noticia. Creía que era una de las que de vez en cuando conocemos y que las ves a distancia, sin que afecten demasiado. Mas tarde, a las diez, cuando iba en el coche, informaron que los asesinatos se habían cometido, en su totalidad, en sitios donde había mucha gente. Sin embargo, pese a la concurrencia, y sorprendentemente, nadie se dio cuenta de los sucesos hasta ver los cadáveres. Por la  forma de las heridas habrían sido sorprendidos y no les dio tiempo a defensa alguna. Esta insistencia en la información le hizo que se tomara interés e imaginó el momento, con la vida huyendo por la garganta abierta, mojando el cuello del caliente y vital líquido rojo. Lo contaba y me miraba con la angustia en sus ojos.
Como vivía solo y pensaba más de la cuenta, estas cosas le causan temor. Más cuando en la policía se mostraban bastante preocupados por la posibilidad de nuevos incidentes mortales.
 Como si la naturaleza estuviera en los hechos, por la tarde de aquel día se hizo la oscuridad casi cerrada con unas nubes negras, cargadas de agua, oscurecidas por su tremenda densidad que cerraban el día tres horas antes del atardecer. El viento de la tormenta que se echaba encima movía su pequeño coche cuando llegó al centro comercial. Debía comprar las cosas de la comida del día siguiente, e iban a cerrar. Subió deprisa desde el aparcamiento y, nada mas llegar arriba, con un enorme trueno, se apagaron las luces. Ni siquiera las de emergencia funcionaban y el centro comercial había quedado en penumbra, casi oscuridad, en la que con dificultad se podía ver para caminar. Se oían algunas voces hacia la salida. Conversaciones lejanas,  pasos, cierres y el arrastrar de  carrillos. El silencio se iba adueñando del edificio. Su respiración tomó cuerpo y los pasos con las pulsaciones fueron marcando, pausadamente primero y aceleradamente después, su progresiva inquietud. No vio salida y el miedo a ser tomado como furtivo ladrón se trocó por terror cuando oyó pasos entrecortados, nerviosos, de unos tacones que no contestaron a sus preguntas: ¿hay alguien? dijo. Solo hubo silencio.
De improviso, en el cristal de la tienda de móviles vio su cara, como congelada en blanco y negro, que le miraba. Parecía la que buscaban en toda Europa por asesina en serie. Hábil con el cútter y un largo punzón de sangrar carnes.
Miró buscando salida, pero no pudo mover los pies. Se agarró al quicio de la puerta y a la esquina del comercial mas, pese a todas sus fuerzas, no podía mover los pies.
Quería pedir ayuda, pero no pudo sacar ningún sonido de la garganta. Solo podía mover los ojos, angustiado… no, no, no podía moverse. Estaba inmovilizado de terror. No podía chillar, ni moverse del sitio. Escuchaba el silencio y luego roto por el suave arrastrar de unos pies que se acercaban. El frío de su frente se le fue hacia el corazón que no atendía a razón alguna. Sentía como un caliente líquido corriendo por su piel. Súbitamente la vio, la tenía frente a él y le sujetaba el brazo. Metió su mano por su cintura y levantó la otra con algo brillante. Pensó en el cutter. Le cogió la cabeza y acercándola suavemente a la suya, cuando creía que le iba a hablar quedo y sintiendo su aliento… le besó suavemente, con los labios frescos, tiernos y entreabiertos. En ese momento se le empezaron a movilizar todos los miembros del cuerpo. La miró a los ojos y sonriendo dulcemente le dijo: Miguel, te he estado viendo todos los días que venías a comprar y estaba obsesionada con besarte. Me atraes mucho y creo que me estoy enamorando de ti. Si te parece bien, en el bolsillo te he dejado mi teléfono. Llámame.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el día 27 de abril de 2013)

El criminal colmado a su gusto



Artemio vino al pueblo desde Villena y callaba sobre su origen. Se sabía por Leocadia, su mujer,  que era de allí y que su familia se dedicaba al comercio de cereales. Hombre inseguro, cerrado de mollera y escasez de razonamiento que sustituía por voces, y alguna violencia de vez en cuando.
El matrimonio duraba, por la paciencia de ella y porque no tenía medios ni ingresos dependiendo de él. Se sentía seguro al retenerla y dominarla, impidiendo que Leocadia trabajara en algún oficio, aunque lo intentó. Pasaron años y la convivencia se fue haciendo más dura, enojosa, y agotándose la paciencia de la mujer. Continuas amenazas, presiones y malos tratos dentro de la casa, no eran visibles en la calle, así Artemio tenía una fama de hombre atento, familiar y responsable.
Un día hubo una discusión sorda y violenta porque, según contaron, no había hecho Leo, que así la llamaban, una fuente de torreznos que era su plato favorito, del que solía despacharse a gusto, por ser tragón y ansioso. Cogiéndola de la camisa con fuerza, advirtió a su mujer que no iba a aguantarla más y que, pronto, un día se iba a sentir muy mal y no iba a saber porque era, pero que ya le pagaría unas misas cuando se muriera.
Leo, viéndose ya muerta, empezó a dar vueltas pensando cómo iba a evitar su desgraciado destino, sin poner en riesgo tanto su vida como sus medios para sobrevivir. Caviló mucho y, por más que lo hacía, no veía la forma de salir del grave apuro en que se encontraba, pasando los días de angustia en angustia y las noches enteras desvelada.
La última vez que le hizo tan grave advertencia el marido fue el día que le acompañó al Hospital de la capital a la consulta del cardiólogo, que acabó con una intervención urgente de Artemio al que hicieron una angioplastia, por tener lesión en el corazón en varias coronarias, una de ellas más obstruida que el silo de su patio, que desde que lo puso su abuelo nunca hicieron limpieza alguna. Al darle el alta, advirtió el médico a Leo, fuera de la habitación, (debió verla mas despierta que al ceporro del marido),  que debía el enfermo tomarse las pastillas y hacer una dieta muy severa sin grasas, salvo alto riesgo de infarto.
Al llegar a su casa, no fue más que cerrar la puerta y calladamente, como era su costumbre, para que no lo advirtieran los vecinos, volvió  a recordarle Artemio a Leo, con la cara más fiera  jamás vista, que sus días estaban contados.  Aguantó como pudo hasta que un día debió cambiar su fortuna porque se la veía más animada, recuperó el apetito y no se supo bien si era disimulo o por otra causa, pero hasta volvió a cantar como cuando fue joven; extrañamente, a Leocadia la vieron más dispuesta que nunca, menos angustiada y muy atenta con el marido al que daba puntualmente sus medicinas y le hacía las comidas sin que se quejara. Pero, lejos de lo que cabía presumir y pese a estos cuidados un buen día, dos meses después del alta, Artemio se vio con sudores y un dolor muy intenso en el pecho y, cuando llegó la ambulancia, había pasado a mejor vida y tanta paz encontró como descanso dejó.
Años después, estando a punto de morir Leo, ya vieja, rayando los 88 años, en confesión le dijo al cura el gran secreto que había tenido oculto desde que murió el marido, hacía más de 45 años. No le dio todas las pastillas, le privó de las del colesterol y le había preparado para la cena, todos los días, una fuente colmada de torreznos bien cargados de tocino entreverado.
 Le había salido bien el crimen perfecto, pensó, y quien sabe si, por ello, salvó su vida.

(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real, el día 20 de abril de 2013)

EL ECTOPLASMA SÓLIDO


Os lo voy a contar, pero luego no me digáis que son las tontunas que tengo o que se me ha ido el pisto, porque no veo en ello ganas de sobresalir ni de fantasear, que no están los tiempos como para eso.
No hace mucho que voy por las mañanas sobre las once a la misma cafetería en la plaza y fue allí donde sucedió todo. Soy observador. No sé si por que soy de natural curioso o es adquirida  condición por mi afición a la escritura pero, por ello, un día en que el cielo se había cubierto de negras nubes, tan negras que, en plena mañana, pareciera anochecida, y en el instante que, por algún lugar de poniente, se abrió la luz trocando la mañana en tarde avanzada, entró a las once y diez uno de los que en los pueblos llaman mozo, con calzones anchos de pana, camisa de varias décadas atrás y no muy bien aseado. Las botas bajas llenas de barro viejo y manos grandes, fuertes, gastadas por el trabajo duro, con las grietas que causan el haberlas dejado secar más de una vez al aire. Nada mas llegar, se sentó con una pareja que estaba hablando en uno de los rincones. Debían conocerse, pensé yo, porque no vieron extraña su visita. Participó él en la conversación haciendo observaciones y le dijo a la chica que se recogiera la cinta del pelo que se le había caído hacia atrás, lo que ella hizo sin mirarle al momento. Me diréis ¿y que hay de extraordinario en ello? Pues sí lo hay, como voy a contar lo mas objetivo posible.
Esto que cuento se volvió a repetir con más gente. Se levantó de la mesa y se sentó con una mujer, sin que le extrañara, que estaba con su hijo pequeño al que atendía de vez en cuando inclinándose sobre el cochecito. Ella, habló por teléfono y cuando se preguntó algo, el mozo le contestaba con la solución y ella se hacía cargo de lo dicho y lo repetía ante su interlocutor al otro lado de la línea. Lo mismo ocurrió con dos señoras que se sentaban cerca de donde yo estaba, y donde terminó por sentarse sin que, como en las otras ocasiones, les extrañara su presencia. Él hacia observaciones y las señoras se hacían eco de las mismas sin ni siquiera poner la mínima objeción. Les advirtió que se les estaba acabando el tiempo para  acudir a una cita, debía conocer eso de antemano, y ellas, recordando la misma, se levantaron recogiendo con prisa, incluso le contestaron con la mirada perdida hacia la concurrencia, con un “hasta luego” cuando él les dijo adiós.
 Pareció que era yo el único que se sorprendía con este deambular de mesa en mesa de tan curioso personaje, y el único que parecía verle, puesto que era el único que le miraba, no así los que compartieron mesa con él, aunque parecían contestarle. Tan interesado estaba en verlo de cerca que cuando creía que se iba a ir, me levanté para acercarme y me arrepentí de haberlo hecho. A dos metros de el, sentí escalofríos intensos y un olor especial. Lo que es peor, estando en la misma línea recta hasta el espejo de la pared, me vi reflejado, junto con todos los que estaban a mi lado, pero él no estaba en la imagen. ¡Mierdas! Me dije, con el pulso a cien. Estuve parado allí sin que las rodillas respondieran a mis ganas de salir corriendo. Se fue tan tranquilo como entró.
Dicen los entendidos que han estudiado estas cosas que se debió tratar de un ectoplasma, es decir un cuerpo entero que se semimaterializa, provistos de vida propia, hablando y caminando con total independencia del médium que lo provoca. Es decir, un espíritu llamado y sin control del que lo llama. ¿O el ectoplasma soy yo?..

(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el día 13 de abril de 2013).

20130217

Muere febrero, deshauciado



La luz del día vino mas despacio que de costumbre. Empezó desangrándose por la ventana y fue manchando el cuarto en silencio. Todo fue cobrando cuerpo alrededor mío, la silla, el borde de la cama, la puerta del armario, quietos, en silencio mudo y sordo. Desde la cuarta planta no llega voz alguna, ni siquiera de los mirlos que antes oía desde la calle, en la soleada calle de la anterior casa. Huele el aire a los brotes del almendro, de los estomas de las aromáticas lejanas de la sierra, encubiertas por los humores de una ciudad sobada por los caciques inmortales. Solo quedan los minutos restantes, que se van desgranando como los rojos granos de una granada. Ellos me llevan despacio hacia delante. Primero con las rutinas de día, ducha, limpieza, airear las habitaciones para despejar las espesas y fétidas pesadillas que rompieron el sueño, hasta que la extenuación hizo traer, y le hizo volver, para reparar la enorme fatiga de un día tensado por la angustia de la inmediata realidad. Mas tarde el recorrido por las ocupaciones,  buscadas para ir adormeciendo la consciencia de tanta presión y ausencia.
No estará lejos la primavera abierta con aire de densas propuestas de vida. Campos preñados en rojo amapola moviendo su marea dulce señalando las trazas del aire fresco atlántico. Quiero pensar que todo lo que siempre trae la explosión de la naturaleza vaya, sino borrando, ocultando la  cruel herida del desahucio. El empuje inesperado, nunca pensado, que te expulsa de lo que has considerado tu refugio, tu lugar amable que salva de las agresiones que desde fuera nos hacen, es otra forma de muerte civil. Ahora, desde este nuevo lugar pequeño, extraño, que no ofrece referencia alguna para la vida trazada, muere febrero. Muere la fe en una sociedad injusta, en las heridas profundas que llevan la mascara de permanentes, traídas  por una sola persona o en compañía de otros, como en los crímenes perfectos enterrados en un legajo de un triste Juzgado. Muere febrero. Los minutos me llevan adelante, no se por cuanto tiempo, pero quiero pensar que, como era antes, vuelva a ver las noches de agosto bajo las estrellas perfumadas por las pequeñas y delicadas flores de los pericones.

20130119

LOS MIRLOS COMENTAN




Los mirlos (Tardus merula) cantan desde arriba, en los árboles de la plaza. Comentan sus cosas cuando me ven de nuevo comprando el periódico a la misma hora de siempre. Llueve agua fría en pequeñas gotas difíciles de ver y esquivar, pero siguen comentando desde las alturas, no les inquieta la lluvia fina.
Éstos no pueden ser los mismos mirlos que discutían cuando yo era chico y pasaba cerca de ellos al ir al colegio. Me sentaba mal oírlos y no enterarme del significado de su conversación. Es como cuando ves a varias personas hablando, mirándote y no saber lo que dicen. No creo que lo hagan por mala educación; ellos están enseñados para hablar sin ningún prejuicio.
 La lluvia si es la misma. El agua, es otra agua, quizá vino de las profundidades del océano Atlántico  y fue subiendo hasta llegar hasta aquí, traída por el viento del Ártico, según dicen. Estos mirlos de la mañana igual son descendientes de aquellos, o de los que hablaban en la mañana temprano cuando iba a coger el metro para ir al trabajo. Arriba, en los bloques de viviendas de la calle del Bronce, se entendían sin problemas y los oía desde abajo, con claridad. El aire frío es espeso, denso, y hace que se propague el sonido mejor. Me fui acostumbrando a sus preguntas, sus interrogaciones, que una vez las contestaba otro y en otras se hacía el silencio, ¿estarían esperando que contestara yo? Me hubiera gustado hablar con ellos pero sigo sin entenderles. Lo más que alcanzo a entender es cuando hacen alguna afirmación, que suele ser contestada por alguno de ellos. ¿fiuuufufiufufiii?  ¡uiuuufio, fii, uiuufio! Los mirlos son grandes conversadores, Llenan la plaza con sus comentarios y suplen a la perfección el silencio de los solitarios que pasamos. Si aparece alguna pareja o dos transeúntes hablando, se callan. Esperan a escuchar lo que dicen y luego lo festejan.
Desde lo alto de los árboles de la plaza se enteran de los desmanes del Gobierno, de nuestras tragedias, y se preguntan cuando vamos a reaccionar. Cuando les vamos a decir a todos los que se metieron en política que despierten o se vayan. ¿O me lo dicen a mí, que reaccione yo?
La voz del mirlo se oye desde lejos. Hablan mientras yo paso callado, preocupado. Nadie les observa y sin embargo allí están y se hacen presentes con sus voces. Me pregunto si fuera verdad lo de la reencarnación en otras naturalezas, si en otra vida pude ser yo un mirlo. He pasado casi toda mi vida entre gente y, casi siempre, no estoy para la mayoría. En las fotos de mi gente siempre fui el que las hacía y no aparezco por ninguna parte. He hablado, y me he hecho notar en ocasiones, pero al final, como los mirlos, hablo, comento con los propios y nada. No pasa nada, nadie observa, nadie hace caso, nadie contesta. Tendré que aprender el lenguaje de los mirlos.

20121227

UN DICIEMBRE PERDIDO


Esta mañana de luz intensa atravesé los bancos de niebla del Guadiana para acercarme a Tresenzinas. El frio de la madrugada aun se dejaba sentir por los caminos. La humedad de la noche, que antes fue escarcha, mojaba toda la verde pradera de la entrada y aun quedaban algunos hongos entre ella. Algo perdido terminé paseando por el camino intentando dejar atrás tanta desolación como vamos acumulando en estos tiempos de penurias, tristezas y con los embates de la chulería que muestra el poder financiero y sus serviles con poder. Una peonía me saludó con las tiernas hojas del invierno abiertas entre la maleza y cuando levante la cabeza de observarla con detenimiento vi los membrillos brillar desde mediodía. Me acerqué para ver que pasaba y la sorpresa me dejó algo perdido durante un momento. Habían brotado las flores y las primeras hojas, que la helada de la noche se había encargado de arrasar. No eran unas pocas, estaban los tres árboles llenos de sus blancas flores que aún conservaban la ternura de su salida.
En diciembre hemos vivido días de una temperatura totalmente anómala, totalmente primaveral y, así, los membrillos debieron pensar que era el tiempo y sacaron toda la provisión de flores que guardaban. La naturaleza tiene sus tiempos. Su repetición temporal hace lo que llamamos clima propio de una tierra. Y el clima ya no es lo que era.
Dicen los campesinos del Rin cerca de Basilea, que si las casas se llenan de insectos fuera de tiempo, les espera un invierno largo y rudo. Los pastores del valle de Blenio, en el cantón del Tesino, miran con detenimiento las nubes, y  sobre todo la flora silvestre. Si las hojas de los arbustos de follaje tardan en caer en el otoño, es señal de buen tiempo, y el regreso de las cabras a los establos puede ser retrasado por algunas semanas.Así en todas las regiones del mundo, los paisanos saben interpretar las señales de la naturaleza cuando aparecen.


Es totalmente razonable pensar que la naturaleza, que se rige por leyes propias y totalmente consecuentes, cuando cambia de manera excepcional el clima de una región, es porque viene condicionada por el orden global del clima del mundo. Así pues las flores de los membrillos salieron por las cosas que están ocurriendo en todo el orbe. Ahora que nos podemos permitir ver la tierra desde arriba a diario, y desde nuestra casa, con el Google Earth, podemos ver como las corrientes de aire y de vapor de agua vienen cambiando lo que pudiera haber sido su comportamiento habitual. Las flores del membrillo tienen la misma consecuencia que las cosas que están ocurriendo en el continente americano. Mi pregunta fue, cuando vi las flores arrasadas ¿volverá a florecer en primavera? Puede que sí, pero me temo que lo que se agota antes, sin que hayamos podido evitarlo, quizá no vuelva a florecer. Lo que hace que me sienta con un vacío ahora. Tratare a mis membrillos con más calor que años anteriores, igual cogen ganas de volver a intentarlo en abril.