20151204

EL FORASTERO DE GANTE


En el número 7 de la calle Oudburg de Gante  vivió Georg en la planta primera, encima del Restaurante Aspendos. Pasaba gran parte del día sentado en el salón de su piso, leyendo y viendo desde allí la vida de la calle por el gran ventanal que ocupaba prácticamente toda la pared que daba al exterior. Cuando él vivía allí, había pintado por dentro las maderas del ventanal de rojo siena, como recuerdo a su pueblo natal Costalpino, no muy lejos de Siena. Hijo de un alemán, Heindrich y de italiana de aquel pueblo, Concetta, terminó en Gante cuando tubo que emigrar en 1962. Desde aquel saloncito de apartamento del nº7 de la Calle Oudburg, viajó Georg por todos los continentes. Su insaciable afición a la lectura llenaba las horas, cuando libraba de su trabajo como revisor mecánico en la estación de ferrocarril de Sint-Pieters; una vez que se jubiló, casi todo el día. Prefería la literatura italiana, clásica y actual, pero no descuidaba otras, incluida la alemana, en la que para él era su obra favorita, El lobo estepario. Posiblemente porque él se sentía un lobo de la estepa, o por el carácter que le daba Hesse al protagonista de su novela. Así dejaba Georg que corrieran los días, los meses, las estaciones y los años, en su refugio anónimo de Gante, hasta que un jueves, 7 de octubre de 1973, recibió una llamada de teléfono. Era su prima Gina desde Costalpino. Esta fue su conversación, que no sé si es correcta cuando la reproduzco, pero creo que fue así. - Buongiorno, Giorgio, come stai? Ti chiamo perché fra tutte le persone da qui perché ieri è stato un tedesco domandando per te fra tutti le persone qui. Non so che sarà, ma mi sembra niente da buono. Qualcuno m´a detto che era in Belgio - sai tu il suo nome? Como che? da dove vieni? – dijo Georg.-  Mi sembra essere un grave problema. Guarda ti Giorgio. Parleremo poi. Baci –Se despidió Gina. Georg quedó pensativo y preocupado. ¿Quién sería ese alemán del que hablaba Gina y que preguntaba por él? En ese momento se le vino a la memoria sus conversaciones con su padre, que más de una vez le advirtió que, desde Alemania, podría venir alguien preguntando por él y a lo peor tendrían que irse lejos de Costalpino. No le explicó nada del motivo de sus temores pero quizá la clave estaría en una de las frases habituales de su padre cuando decía: - ¡la mala política alemana hace estragos! Cuando iba a morir le advirtió que si venían a por la familia, huyera. Mala gente quería su mal. Y concretó en una persona:-Si llega un hombre alto, al que le gusta el chocolate como si fuera droga: ese es el peor. Georg acabó indagando los motivos de la preocupación de su padre y, finalmente, un pariente suyo que vivía en Zurich llegó a confesarle que eran del partido nazi que, escondidos y con distinto nombre, hacían de vez en cuando una persecución a los alemanes que se fueron del país huyendo de la guerra y sus consecuencias; como era su padre.
Desde el día que le llamó Gina, estuvo Georg cavilando en la solución del grave problema que, suponía, se le acercaba. Calculó que tenía no más de una semana hasta que se le presentase el alemán que  vendría a por él. Finalmente, teniendo en cuenta la edad, en la que un cambio de domicilio, lejos de allí, no lo podría soportar, que podría serle muy difícil volver a empezar desde cero en una vida que ya tenía consolidada. Así pues, descartó la salida de su casa de la calle Oudburg, sin renunciar a sus libros, ni a las esporádicas visitas a la librería cercana donde pasar un buen rato viendo las novedades de  libros, y conversar con el librero sobre ello y de otros nuevos que solía enterarse por el periódico. Tampoco estaba dispuesto a dejar de ir a la estación de Sint-Pieters a hablar con sus antiguos compañeros, con los que terminaba comiendo arenques y unas buenas jarras de cerveza. Decidió quedarse en Gante y seguir con su vida.
Después de una semana y media, fue precisamente en uno de sus encuentros con los compañeros de la estación cuando comentó uno que un hombre alto, rubio, mayor, había preguntado por él. Como no sabía quien pudiera ser, solo dijo que sí había trabajado allí Georg, pero que no sabía donde vivía ahora. A los dos días se presentó un hombre en su casa y resultó ser un empleado de banca que le quería vender un producto, que decía bueno, pero al que despachó con mal humor por su repudio hacia los bancos.
Algo le tranquilizó a Georg que el empleado bancario no fuera a visita que temía, pero no tardó mucho en volver a preocuparse por si venía el que le advirtió su padre.
Una mañana, que cavilaba al lado del ventanal sobre las medidas a tomar si llegaba el hombre que tanto temía, se acordó de lo que dijo su padre antes de morir. Si era el que él decía, le debía gustar el chocolate con tanta pasión que  le fuera imposible privarse de un trozo o un bombón si lo tuviera en su mano. Así pues, y recordando los libros que había leído del Renacimiento, pidió a Gina que le mandara de nuevo, como casi siempre lo hacía,  el amargo chocolate Amedei Toscano y bombones hechos con él. Cuando le llegó el paquete,  estuvo en el invernadero al que solía ir en Gante, a comprar las plantas para su piso y todos los fitosanitarios necesarios. Una vez hechas esas compras se fue a un comercio de fotografía y compró una cámara y proyector Eumig de super 8. Necesitaba un elemento probatorio que dejara clara la amenaza si se producía. Lo dejó todo dispuesto, cámara y película, escondido entre los libros de su librería del salón. Dejó a la vista la caja de los bombones de chocolate Amedei Toscano.
Dos días después  llamaron a la puerta, miró por la ventanilla y se fue a la estantería donde colocó algo detrás de los libros. Apareció la temida visita. Era un hombre alto, apenas le quedaba un mechón rubio entre las canas, y sus ojos azules desprendían odio, nada más que odio. Al abrir, saludó secamente: -Buenos días, supongo que usted es Georg, el hijo del amigo Heindrich, que se fue hasta Italia hace años… ¿no es así? –Sí –dijo Georg sin más.- Bueno, bueno, bueno. Así que al fin dimos con el retoño del huidizo Heindrich. ¿Sabes para qué he venido no? O lo supones. Sí, se van a acabar tus días, hijo de la lombriz. –Sacó en ese momento una pistola Luger  y le apuntó a la cabeza. Se sentó e hizo sentar a Georg. Al hacerlo vio la caja de bombones en la mesa de centro. La abrió sin dejar un momento de apuntar. – No coja nada de ahí, se lo ruego - dijo Georg.  No le hizo caso. Cogió cuatro bombones y se los comió de dos en dos. Siguió hablando y se refirió a la grandeza del Reich y la miseria de los traidores. Seguía con los bombones. Cuando llevaba cinco minutos se le cayó la pistola de la mano y empezó a perder la estabilidad y el control de su cuerpo. Cayó de golpe al suelo y se estuvo retorciendo hasta quedar sin sentido hecho un ovillo en el suelo. 

La policía dijo que lo buscaba la Interpol. Callaron la noticia por motivos de seguridad. La película de super 8 le ayudó para evitar la acusación y el producto con nicotina para curar las plantas para quitarlo de enmedio. Le dejaron sin cargo alguno. Siguió Georg tomando arenques con sus amigos y leyendo muchos años. 

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