20151204

LA LUZ DE BRETAÑA

A las 8.20 del día 23 de septiembre se cumplía el equinoccio. Es el día  en que las horas de la noche eran las mismas que del día. Había llegado a Pont-Aven y abría la ventana del cuarto que ocupaba en la casa del nº 18 de Rue des Meunierès. Mi abuelo me lo dijo en una ocasión: para pintar debes aprender de los maestros, deberías estar cerca de ellos o, si no puedes o están ya fallecidos, de los sitios donde estuvieron cuando pintaron los cuadros en los que te ves más próximo. Decía esto cuando andábamos por el paseo de la Argentina en el Parque del Retiro de Madrid. Siempre lo tuve en cuenta. Así que cuando me cansé de estudiar lo que no quería, cuando terminé la carrera de Letras que hice por tener algo más de ilustración, desoyendo lo que me repetían mis padres, dejé de trabajar en su empresa, compré más cosas para mi equipo de pintura hasta considerarlo completo (nunca lo está, bien es verdad), me subí a mi querido Fiat Tipo y me vine a Francia. Conociendo el abuelo cómo soy y cómo son mis padres, me dejó lo suficiente para poder vivir con lo imprescindible si tener que depender de mis padres.
Salí a pasear por Pont-Aven y vi a varias niñas que parecían las pequeñas bretonas de Gauguin, no llevaban el traje típico pero jugaban entre ellas de manera parecida. La luz de sus trajes y la de la hierba que ya empezaba a estar quemada, amarilleada por el frío, trajeron la imagen del cuadro. No me había equivocado al venir aquí, mi abuelo tenía razón. Sin embargo no tengo aún la fe necesaria para lograr una expresión que conecte con el post-impresionismo expresionista de Paul Gauguin; ¿qué me falta? –pensaba- no lo sé. Pues si lo supiera ya me habría aplicado en pintar tal y como me gustaría, para conseguir lo que busco. A mediodía acabé en el restaurante Les Ajoncs d'or  para comer, no me sentía con ganas para cocinar en casa.  Terminé amodorrado por los vapores del vino, del licor que me sirvieron después y por el suculento maigret de pato, que, unido a la nube de tabaco que me envolvía –no encontré mesa para no fumadores- me puso en un estado de turbación general y sin embargo de bienestar, que me animó a dar un paseo por la ribera del río. Parecía que alguien me iba empujando, tal es así como sentía que el cuerpo se movía, más allá de las fuerzas que ponía yo en las piernas para moverlo. Me apoyé en la barandilla cerca de la gran rueda del molino, con la vista fija en el agua escurriendo desde sus palas. Hacía fresco pero no me di cuenta que me estaba enfriando hasta que noté un gran escalofrío y tiritona. Volví rápido hasta la casa donde me hospedaba en Meunierès. Cuando llegué a la casa, desde la calle vi la cara de un hombre con perilla y bigote, que me era conocido, que pasaba fugazmente por la ventana de unos de los cuartos que ocupaba yo. Me preocupé. Subí hasta mis habitaciones y no había nadie. Pregunté si había venido alguien preguntando por mí y me dijeron que no.  Tenía la cabeza muy cargada y sentí calor ahora, cuando fui a refrescar la cara, me di cuenta que tenía rojas las mejillas y los ojos brillaban casi lagrimeando: tenía fiebre. Tomé una aspirina y me acosté. A la luz de la lámpara de la mesita de noche empecé a leer donde lo había dejado Los Misterios de Marsella de Èmile Zola, en una vieja edición de bolsillo de Bruguera. El capítulo: El señor Sauvaire, maese Ganapán. Cuando llegué al momento en que conoce a Teresa Armanda, oí una voz de hombre que me hablaba al oído: - Tienes que comprar azul Prusia, con ese que tienes no vas a conseguir nada. Hazme caso: azul Prusia. - Empecé a ponerme muy nervioso, temblaba de la fiebre y  me sentí en ese momento totalmente desprotegido, indefenso. Me levanté y empecé a dar vueltas por las dos habitaciones como si fuera un animal encerrado. Asustado. Fui a beber agua, por si me tranquilizaba, y algo hizo el agua que empecé a reflexionar y a tranquilizarme. Posiblemente era un puro delirio ocasionado por la fiebre. No era la primera vez que me pasaba algo así. Recordé que de niño tuve pesadillas que viví intensamente hasta levantarme dando gritos de la cama, con más de cuarenta grados de fiebre y después de haber estado una tarde entera viajando por los mares de Asia con una novela de Salgari. Así pues, debía ser una mera alucinación. Conforme parecía estar pero, sin darme cuenta, me vi de rodillas junto a la caja de pinturas comprobando cual era el azul que estaba usando: era azul cobalto. Tenía razón la voz que había oído, con ese color no podía llegar hasta las luces que pretendía conseguir en Pont-Aven. Pero, ¿no había quedado en que era una alucinación? ¿Que hacía yo allí llegando a conclusiones como si la voz fuera real y me lo hubiera advertido? La verdad, estaba totalmente confundido y con una inquietud que no era normal. La fiebre parecía remitir y el sueño y el cansancio hizo el resto. Acabé rendido y dormido.
Oí voces desde la calle y abrí los ojos, la ventana estaba cerrada pero desde su rendija veía las sombras de la gente que pasaba proyectadas en el techo. Lo que decían no me llegaba con claridad pero si pude distinguir  las palabras de un hombre con voz grave que le decía a otro: - Henry Bacon supo ver la luz de esta tierra, Gauguin lo entendió. Solo hay que dar luz de alegría a la melancolía natural de Bretaña. ¿Color clave? No lo sé, posiblemente otro que no sea el azul cobalto del Mediterráneo. – Lo que le contestó el otro no llegué a entenderlo. Me levanté recuperado aunque algo débil. Es precisamente esta debilidad la que me despierta la sensibilidad para dibujar y pintar. Después de desayunar en la Creperie du Port cogí mis bártulos y me dirigí a un prado cercano. Tomé un punto desde el que se veía descender una muralla baja de piedras bordeando el camino que llegaba mas abajo hacia la ribera del Aven. El olor de la trementina cuando la destapé y del aceite de lino terminó de hacerme concentrar en el trabajo. Despacio, más de lo habitual, fui desplegando los fondos con los colores vivos pero tamizados que me pedía el cuadro. Septiembre se agotaba y la tranquilidad de Pont-Aven, mis trabajos de pintura y la lejanía de mis viejos problemas con la familia, me ayudaban a estar tranquilo, posiblemente feliz.

Volví a mis habitaciones de Meunierès y, subiendo por la escalera, me vino una premonición, algo iba a pasar. Sentado en el sillón de la habitación, con la vista puesta en el techo, pensando en cómo iba a seguir el cuadro, y los próximos que pensaba hacer, los que fui decidiendo por la ribera del Aven,  volvía a oír la misma voz que creí oír durante la fiebre pasada, la misma voz grave que oí desde la calle cuando desperté, me llamó por mi nombre y, esta vez en francés dijo claramente: - Raul, je suis Paul Gauguin, donnez vous le feu de joie à la mélancolie naturelle de Bretagne . – Si, fue lo que hice: dar luz de alegría a la melancolía natural de Bretaña. Tres meses después no me decidía cual de las tres ofertas de las tres galerías de arte de Pont-Aven le daría el contrato de venta de los cuadros. Los querían en Berlin y Nueva York.

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