20151204

LA LÁMPARA DE CARBURO


Aniceto Magadán Pastur nació y vivía en Pola de Lena, en Asturias. Hijo del picador Beneitu Magadán y de Arcadia Pastur, asentadora de hortalizas y frutas en el Mercado de la calle Santa Cristina; era un muchacho algo retraído y taciturno. No es que fuera falto, como decían más de un necio del entorno de conocidos y amigos, todo lo contrario, tenía una inteligencia fuera de lo común. Prueba de ello es que con ocho años ya había terminado el bachiller, aficionado a las ciencias y conocía y hablaba el francés y el inglés. Gracias a eso se escribía con este último idioma con James Peter Nowak, un americano que estudiaba en la Universidad de Nueva York (NYU)  y miembro asociado de la American Society for Psychical Research; al que conoció, participando en un test de Física que le facilitó don Tanasio Martín, profesor en Oviedo. No le era difícil la correspondencia, y sus opiniones e investigaciones eran de mucho interés para Nowak. Estaban en aquellos días indagando los dos sobre la influencia de las ondas de sonido en el magnetismo natural y gastaban folios y folios en intercambiar sus avances y retrocesos en la investigación que habían emprendido. Arcadia, su madre, que no era mala mujer, aunque algo cargante con todo aquello que no entendía y que suponía un gasto, no hacía más que darle la lata por el dinero en papel y los costes postales que suponían la correspondencia, cada vez más frecuente. Oyéndola todos los días con la perorata que daba al hijo, su padre, Beneitu, picador de la mina de Hunosa, pensionista  y retirado como consecuencia de los cierres, tuvo el acierto, y la visión de futuro, de comprarle un ordenador al chico, de los usados que subastaron en la mina. Fue así como Aniceto en poco más de una semana aprendió a manejar el ordenador con unas clases de informática que tomó en Oviedo; llegó finalmente a su casa con cuenta de correo electrónico, Se puso al día desde su casa con la ADSL que contrataron. Ya no oiría más las quejas de su madre, aunque no terminaba de creerse que los correos electrónicos no le fueran a costar algunos dineros. Pero como parece que lo suyo y natural era lamentarse y quejarse de casi todo, enseguida empezó a hacerlo con la larga ocupación que hacía el hijo de la línea de teléfono con sus sesiones de Internet. Pero fue poco tiempo: dejó de hacerlo cuando un martes, acabando noviembre, le dijo Aniceto a su madre: -Mama, puedes estar quejándote de que ocupe la línea todo lo que  quieras, pero haré uso  suficientemente razonable y a horas en que la gente de bien no suele llamar, para que te despaches con tus amigas a gusto. –Nada más que hablar. Ya no hubo pendencia alguna. Con ello parecía que todo estaba en orden y que Aniceto desarrollaría sus estudios de Física con su amigo Nowak sin más. Pronto sabría el chico que las cosas no iban a ser así de tranquilas. Sin saber cómo ni porqué, los enseres de su cuarto, donde tenía una mesa con los papeles de estudio y el ordenador, todas las mañanas, aparecían fuera del sitio donde las había dejado él. Estamos hablando de un muchacho que tenía una memoria fotográfica y una inteligencia fuera de lo normal. El primer día pensó que habría sido su madre que estaría buscando algo, pero no, no fue ella ni tampoco su padre. Por ello, después de la primera semana en la que cada día ocurría lo mismo, se angustió mucho. No quería decírselo a sus padres para no preocuparles. Sufría su preocupación en silencio. Lo peor era que pensaba si pudiera estar desvariando: oía voces en la oscuridad de la noche, y, cuando encendía una luz, desaparecían, se desvanecían. Lo mismo ocurría con cualquier destello de la calle: no volvían a oírse. Así fueron pasando algunos días hasta que el viernes 20 de noviembre de 1999, a la caída de la tarde, la anochecida parecía que se apresuraba muy deprisa; el viento azotaba a rachas la casa familiar; las contraventanas soltaron sus amarres y golpeaban la pared asustándolos y dándoles permanente ocupación abriendo las ventanas para volverlas a amarrar. Un frío cortante como cuchillo hizo que Beneitu encendiera en el comedor la estufa de carbón, pues la casa era puro hielo. Aniceto, después de calentarse al lado de la estufa y tomarse un caldo caliente, se despidió de sus padres y subió a su cuarto. Como hacía ya todos los días repasó las cosas que estimaba más, de la mesa y del cuarto: la colección de novelas de Julio Verne, los apuntes de encima de la mesa, los juguetes que conservó, un viejo tirachinas, la antigua lámpara de carburo que le regaló el abuelo, el saquito de piedrecitas de carburo de calcio, la caja de pinturas de acuarelas, los comics del Teniente Blueberry, y Moebius, el estante con los libros y apuntes de matemáticas, Física y Química y la caja de puros donde guardaba el encendedor Chisquero de mecha del abuelo. Conforme con la revisión de todo, se puso el pijama y se acostó. Cogió el libro de Francis W. Sears sobre Física y empezó a leer a la luz de la lámpara de la mesilla de noche. El viento se había calmado, tranquilizando la noche. Apenas oía a sus padres que iniciaban la retirada a dormir. En unos minutos leía con tanta atención que quedó totalmente abstraído. A los veintidós minutos, la luz se fue en su cuarto, en la calle, y por toda la población. Un silencio profundo y absoluto le hizo pensar que no oía. Pero sí, dejó el libro a tientas en la mesilla de noche con cuidado para no tirar el vaso de agua y oyó el roce con la mesilla cuando lo dejaba. Pasó media hora y en la calle seguía sin luz. Empezó a oír las voces. No entendía nada, parecía un lenguaje que semejaba los sonidos cortos dentales de las aves: - ¡Tchick! ¡tchiock! ¡tchieck!...  Eran varios sujetos, pues, con distintos timbres de voz parecían dialogar y contestarse. Sintió que le agarraban del brazo y le tocaban el pelo y la piel, que lo tenía totalmente erizados, pelo y vello, por todo el cuerpo, por el miedo pánico que le aterrorizaba. No tenía nada en el cuarto para encender una luz: ni linterna, ni cerillas ni mechero de gas: nada. Mientras pensaba en ello  se acordó de la lámpara de carburo del abuelo y cómo encenderla: con el Chisquero. Mientras le tocaban y agarraban sin mucha fuerza y, a tientas, cogió el Chisquero y desenroscó la lámpara; echó el vaso de agua dentro del depósito superior, y en el de abajo metió las piedras de carburo de calcio, la cerró; esperó unos minutos mientras tiritaba y castañeteaba los dientes, del terror que le tenía cogido. Pasados esos instantes, dio un golpe a la rueda el Chisquero y saltó la chispa: se encendió el gas acetileno de la combustión del carburo, que salía por la boquilla de cerámica, iluminando el cuarto. Desaparecieron las voces y no le volvieron a tocar. Dejó que se agotara el gas. Para entonces, había vuelto la luz.

Al día siguiente, en el libro de Física vio unos signos extraños que se sucedían de arriba abajo en columnas. No eran ideogramas conocidos. Pero eso, es otra historia, que ya contaré. 

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