20151204

PASARON LAS CIGARRAS

No hace mucho que volvieron a cantar las cigarras, me lo recordó cuando volví a ver pasear por la calle Larga a don Juan. Hacía mucho que no leo veía. Alguna vez pensé si habría fallecido, pero, como siempre decía él, moriría cuando tuviera las maletas hechas. No debía tenerlas aún. Las tardes de julio son  muy duras en nuestra ciudad y en julio hubo unos días de calor muy duro también en el Puerto. Tan duro, que oí por primera vez a una cigarra que cantaba desde el estípite de unas de las palmeras de la plaza. Aquel día hablé con él. Siempre ha sido así, e inevitable cuando estoy allí. Las cigarras, se quedan a la sombra de los troncos de los árboles  con un calor infernal que levanta el aire temblando desde suelo hasta hacer que se mueva el horizonte. Luz teñida del oro de los rastrojos, de pajas recién cortadas. Porque desde tiempo inmemorial se ha utilizado la paja entre otras cosas para defenderse del poderoso sol del estío. Como con los sombreros canotier, como el que usa en verano don Juan para protegerse de sol.
Seguí de cerca a don Juan por la calle Larga del Puerto de Santa María; quería observarle ese día con sus andares lentos pero firmes, marcando con los pies las diez y cuarto. Sabía que pararía a tomar café y leer la prensa en un velador del bar Manolo. Ahora, mediado el otoño, iba elegante como siempre: con su traje escocés, impecable de trenzado de espina o herringbone, de buen tweed Harris en marrón tostado; su sombrero con una pequeña pluma y ala corta, que llevaba ladeado como los caballeros de principio del siglo pasado. Desde dentro del bar le recibieron con una cierta alegría y respeto: -Buenos días don “Huann”, ¿lo de siempre?- Él afirmó con la cabeza mientras se sentaba. El camarero dijo a su compañero: - Café con “lesche” y tostá con colorá, para don “Huann”-. Aproveché el momento para saludarlo y él señaló al asiento para que me sentara. Sonrió, y apoyándose con las dos manos en su bastón me dijo acercando su cara: - Tenía ganas de verte perillán. Hace mucho que no nos vemos y sabes que me gusta tu compañía y conversación. Tienes lo suficiente para que no nos aburramos los dos y me encanta que me sorprendas con algo nuevo por aprender.- Bueno Juan, soy yo el que aprendo siempre algo de ti. Siempre cosas interesantes y muy útiles. Tu vida es un compendio extenso de aventuras y crónicas que deberían estar ya recogidas en un buen libro, créeme, sería muy interesante y útil para más de un joven de estos tiempos. Pero lo que yo quería decirte, sobre todo, es que también tenía ganas de verte y que me contaras aquello que me dejaste a medias en aquellos abrasadores días de verano en que comenté que había visto a una cigarra. – ¡Ah, si, es verdad! fue aquel diez y siete de julio en el que estuve comprando Oloroso en la bodega de las Siete Esquinas,  de Grandt. Pues es verdad, y si no me acuerdo mal creo que hablábamos de cuando mi padre me encomendó la bodega familiar. Fue un quince de junio. Ese día mi madre cumplía años y tuvimos una fiesta en la familia. Vinieron todos: tíos, sobrinos y una buena porción de amigos de la familia. Luego de la comida, que la hicimos en la sala de recepción de la bodega; que nos pareció bien por lo amplia que era, pero mi padre la eligió por lo que tenía preparado. A los postres, cuando todos tenían la andorga llena y los colores de la cara subidos por los vinos que tomamos con generosidad, tomó la palabra y soltó el escopetazo: El niño se haría cargo de la bodega y la viña. El niño era yo, que acababa de terminar la carrera el año anterior, días antes llegué de Londres donde estuve estudiando Derecho Internacional y puliendo el idioma. Tenía 24 años. Se hizo un silencio largo. Nadie lo esperábamos, salvo mi madre, que ya lo sabía y estaba la muy tuna sonriéndome desde por la mañana temprano. Pero luego fueron reaccionando y se tranquilizaron cuando mi padre les dijo que estaría conmigo un año para ponerme a día de todo. Desde ese día me hice cargo de la bodega y tomé decisiones que mi padre nunca me tuvo que rectificar. Ha sido en estos años cuando el viñedo se ha mejorado con la ayuda de un experto viticultor que me traje de la competencia y de buenos enólogos que han mejorado los caldos y levantaron aun más el prestigio de la bodega. He estado 60 años al frente del negocio hasta que mi nieta terminó Administración de Empresas y Enología en Burdeos. Así, pude pasarle la gestión sin problemas, pero no tanto por los títulos como por lista. Su padre, hombre bueno como el pan y responsable como pocos, trabajó conmigo pero no tenía coraje para hacerlo; como él mismo me confesó  más de una vez, cuando pensaba que se la iba a pasar a él. Le agradecí su decisión. Desde luego no serviría para político, que como sabes más de uno se meten a cargos públicos sin tener aptitudes para ello. Ahora mi querido amigo, me hace ilusión ver a la nieta hacer su trabajo, que -y se acercó para decírmelo- ahora que no nos oye nadie… ¡lo hace mejor que yo!

No me arrepiento de mis silencios, porque gracias a ellos nadie sabe de mis aventuras, de mis grandes cosas, ni de mis amores. Las aventuras, fueron muchas y casi todas con ocasión de los viajes a América y  Asia En Japón, donde encontré personas que me hicieron ser mejor. Pero eso ya te lo contaré otro día si cabe. Mis logros son el tesoro que guardo para mí, y los amores que tuve en la juventud no fueron lo afortunados que hubiera esperado, pero de las tres que recuerdo más, solo tengo buenos recuerdos y agradecimiento por haberme dado la humanidad que pudiera tener, que es la suficiente para sentirme bien y conforme con la gente. La primera, Clara, una italiana que conocí en San Giminiano, cuando fui a Italia con el  Citroën dos caballos que compré con la parte de la herencia que me dejó mi abuelo. Era inteligente y tenía la piel pulcra y suave, preciosa, y aun así destacaba por su carácter y sonrisa que me hacía sentir todos los días como si estuviera de fiesta. La segunda, Sofie, francesa de la plaza de los Vosgos de París. Chica extraordinariamente inteligente, muy tímida pero con un sentido de la honestidad que me enseñó a vivir los días sin ceder la honra para nada. Y la tercera. Mi mujer, Libertad, con la que me casé después de la guerra, luego de haber compartido los momentos mas terribles que he vivido y en los que ella tuvo carácter para hacernos a los dos que los días podrían venir mejores, como pasó luego. Bueno chico, ya he hablado demasiado, vamos a danos un paseo y lo terminamos con una manzanilla con unas tortitas de camarones, que como sabes no las perdono. - Dimos el paseo, y tomamos los vinos. Fue la última vez que lo vi. Su mujer, Libertad, cuando  fui a verla me dio una papelillo doblado que había escrito él para mí antes de morir. De su puño y letra decía: Te espero para seguir hablando de nuestras cosas y de libros, allá donde yo vaya, que no lo sé. Pero…no te des mucha prisa. Apura tu vida que bien lo mereces. Un abrazo.

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